La nave del Estado crujía bajo el peso de los toneles de mermelada que la tripulación deglutía sin saciarse, pero el capitán ordenó que, pasara lo que pasara, el pesado bulto del Acuerdo con las Farc debía protegerse. Hubo entonces que desprenderse de las demás encomiendas, para que no estorbaran. Se sacrificaron importantes preocupaciones, como la competitividad y la justicia. Y cualquier día, sin avisar, se arrojó por la borda el incómodo fardo de las pensiones. Que viniera otro y lo recogiera.

Colombia tiene dos regímenes pensionales, uno público y uno privado. El privado no está exento de problemas, pero el público es el que le quita el sueño a los analistas financieros, pues encierra riesgos que ponen en juego la estabilidad fiscal del país.

Hay dos dilemas principales. Por un lado, la esperanza de vida de los colombianos ha aumentado de 69 años, cuando se creó la ley 100, a 75, hoy. Esa es una excelente noticia, pero el sistema pensional no ha crecido al ritmo necesario para cubrir esos años de vida adicionales.

Por otro lado está la crónica informalidad laboral del país. El Observatorio Laboral de la Universidad del Rosario calcula que el 65% de los trabajadores colombianos son informales. En otras palabras, de tres personas ocupadas, solo una aporta para su pensión.

Esa tenaza —longevidad e informalidad— va a romper el sistema. Nos espera “una catástrofe social y financiera”, afirma Jorge Humberto Botero, presidente de Fasecolda, el gremio de las aseguradoras. Para 2050, advierte, solo 6% de los colombianos económicamente activos podría pensionarse. (En ese selecto grupo están, eso sí, los altos funcionarios del Estado, con mesadas que hoy rondan los 20 millones de pesos).

Lo irónico es que, no obstante el pésimo cubrimiento, las pensiones consumen más del presupuesto nacional que casi cualquier otro rubro. En 2018 el gasto pensional se proyecta en 41 billones de pesos, más de lo que invertirá el Estado en salud, educación o defensa. Uno de cada tres pesos de nuestros impuestos se gastará en ellas.

Urge una reforma, no cabe duda, pero ninguna medida bastará mientras persista la informalidad laboral. Sin aportantes hoy, no puede haber pagos mañana, punto. Por eso, más importante aún que la reingeniería del sistema, es estimular el crecimiento económico y la generación de empleo de calidad, un camino del que, infortunadamente, nos estamos desviando.

La última reforma tributaria —consecuencia del mal manejo del auge y declive del boom mineroenergético— frenó la inversión y el crecimiento. Eso por sí solo es grave, pero que, al mismo tiempo, el país vire hacia mayor inflexibilidad laboral, como lo viene haciendo, es ya insensato. Casi a diario aparece alguna nueva norma o exigencia que deben cumplir los empleadores. Por esa vía se estimula la informalidad y los empleos que necesita el país quedan sin crearse.

Entretanto, la población envejece. A este paso, llegará el momento en que será imposible que el Estado cumpla su compromiso con los jubilados. Este Gobierno no causó el problema, pero tampoco lo enfrentó. El juego parece ser pasarse el paquete pensional de gobierno en gobierno, sabiendo que contiene una bomba de tiempo… y rezar porque no le toque a uno el estallido. Pero ese juego se acaba un día.

@tways / ca@thierryw.net