Sin duda fue por envidia que Hemingway dijo aquello de que Faulkner escribía sus novelas encerrándose en un granero sofocante con una garrafa de whisky. Sin embargo, sí es verdad que Faulkner le daba duro y sabroso al whisky, y por supuesto que esa maña se le nota a leguas, pero no en la dirección en la que va el dardo de Hemingway, sino justo en la contraria: las más altas cotas de musicalidad y magia en la literatura están completamente vedadas para las palabras concebidas en tristes noches abstemias. Se puede escribir bien y muy bien sin una gota de alcohol, pero ese punto de genialidad, ese duende que asombra, ese oído perfecto para la música de las palabras, solo se puede conseguir de la mano de una buena botella de whisky.

García Márquez escribió Cien años de soledad sin un peso en el bolsillo y con el ánimo vivo de varón de vodevil quejándose siempre bajo el mismo grito de “¡En esta casa no hay ni whisky!”… Pero era mentira, porque su esposa Mercedes, a pesar de que tenía que contar las monedas una a una, siempre guardaba una botella providencial para su leoncito. Un whisky barato, el más barato, ¡pero era whisky, carajo! Y esa maravillosa maña por supuesto que a Gabo también se le nota a leguas en su embrujada escritura.

Hoy la inmensa mayoría de escritores pueden escribir sin beber una gota, porque casi todos han renunciado a la dimensión musical de la literatura, que es tanto como si los pintores renunciaran al color. Y el resto de escritores se quejan de que “ya no se fabrican hígados como los de antes”. Es verdad: con el viento en popa y marea hoy alguno todavía quizás pudiera aguantar escribir Cien años de soledad bajo el tierno amparo de Baco, pero si puede con cien, luego ya nunca más podrá con cincuenta, ni con veinte ni con diez. Todo lo que hemos ganado en intuitividad para manejar los aparatejos que nos vende la Apple, la evolución ahora no los descuenta disminuyendo la entereza, la cabalidad y la rectitud de juicio de nuestros amados hígados.

Siempre nos quedará Aristóteles y su punto medio. Tengo un amigo que escribe de lunes a viernes sin tomarse una gota —exceptuando las benditas excepciones—, pero los sábados corrige el trabajo de toda la semana, y siempre bajo los magníficos efectos editoriales y de prestidigitación que le ofrece el sabroso whisky. Así es como todo lo “oye” bien por primera vez y logra que las frases silben, los párrafos suenen y las páginas canten en perfecta armonía. Los domingos, sin embargo, con rigurosa puntualidad su hígado le pasa la factura a su sobresaltado estómago y a su cabeza de mareítos y dolorzuelos.

Quién iba pensar que la gran literatura acabaría pereciendo no a causa de nuestras cabezas y sus asfixiantes cálculos racionales, ni a manos de nuestros corazones y sus excesos emocionales, sino que el culpable iba a ser el hígado, ese mismo hígado nuestro en donde los antiguos pensaban que residía el alma, pero que nosotros ahora sabemos que no es así, que lejos de ser su residencia, es la tijera con que no tenemos más remedio que cortarnos las alas cuando con demasiada frecuencia queremos volar a plenitud y así, quizás, intentar escribir grandes composiciones musicales en prosa.

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