A la muerte de Ramón Vinyes, escribió Alfonso Fuenmayor: “Todos fuimos encontrándonos. Nadie había convocado a esa cita. Pero allí estábamos, más silenciosos que nunca, participando de una consternación a la que no podíamos ser ajenos. Faltaba Alejandro Obregón, ausente por Europa. Faltaba Juan B. Fernández R., ahora en Harvard. También Alfonso Carbonell, quien, en ese momento, en la otra vida acaso, ya habría reanudado con Vinyes el diálogo que hace dos años se interrumpió en el aeródromo con un abrazo que más que despedida parecía un profundo querer quedarse entre nosotros.
¿Qué mejor lugar que la librería de Jorge Rondón para recordar al hombre que, en una mañana de esta primavera catalana, fue encontrado muerto en su dormitorio de Barcelona? Porque cuando Ramón Vinyes no estaba escribiendo con la tinta violeta de siempre, cuando no se encontraba en algún espectáculo, cuando no estaba sentado en esa mesa en la que ‘hubiera estado Faulkner, si Faulkner viviera en Barranquilla’, se le podía ver allí en la librería, no como el hombre ilustre y eminente que era, sino casi como uno cualquiera de nosotros (digo nosotros en el mismo sentido que decía ustedes) con esa manera suya de ir poniendo una sonrisa, muchas veces imperceptible en esos mismos temas que para otros son demoledoramente serios y circunspectos”.
También sobre el último viaje del sabio catalán, lo que sigue es de Germán Vargas Cantillo: “Cuando hace algunos años murió Antoine de Saint-Exupéry, don Ramón Vinyes, al conocer el comentario que yo había escrito sobre el admirable autor de Tierra de hombres, me dijo, subrayando la frase con su imperecedera sonrisa escéptica: “Me gustaría morirme para que Ud. me escribiera una nota así”. Don Ramón ha muerto hace unas semanas y, francamente, me creo incapaz de escribir sobre él. Y es que en el caso de Saint-Exupéry era mucho más fácil hacerlo porque, huelga decirlo, nunca fuimos, él y yo, amigos personales. Existió apenas y subsiste aún, aumentada con los años, la admiración entusiasta del lector por quien es una de las más puras voces de la literatura y de la decencia humana de Francia. Era, si se quiere una amistad unilateral y sin conocimiento personal directo. Pero en el caso de don Ramón, como en el de Alfonso Carbonell, otro amigo absurdamente muerto, surge la dificultad de escribir unas palabras que vienen a ser el reconocimiento total de que es cierto que él no va a llegar cualquier día a la mesa del café o a la librería a reanudar una conversación interrumpida hace unas horas o hace unos años mientras tomaba coca cola y nosotros –Jorge, Alfonso, Álvaro, Roberto, Rafael, Gabito– bebíamos tinto o una cerveza”.
Mucho tiempo después, a sus 72 años y poco antes de morir, Germán Vargas donó a la Casa de Poesía Silva, en Bogotá, las Ediciones Príncipes del libro Canciones, de Federico García Lorca, y de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, los mismos libros que le había regalado Ramón Vinyes, en 1950, antes de regresarse por última vez a Barcelona.