Cada recreo para Julián Zapata era una triste batalla. Mientras los otros niños corrían al kiosco del colegio en busca de comida, él se quedaba sentado, mirando su lonchera sin ser capaz de abrirla. A los 8 años ya sabía lo que era esconder un sándwich, botar algunos alimentos a la basura y fingir que no tenía hambre.
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“Si no comes vas a parecer un palillo eléctrico”, le decían algunos compañeros que desconocían su delicada situación. A esa edad, llegó a pesar 23 kilos, algo preocupante, pues, estaba por debajo de lo ideal.
Julián fue diagnosticado con un trastorno alimenticio restrictivo. Pesaba menos de lo que debería y se angustiaba cada vez que veía comida. “Empecé a creer que comer era malo, que todo me podía engordar y que la única manera de ser aceptado era dejando de ser yo”, recuerda hoy, con 26 años.
El camino hacia la sanación no fue fácil. Hubo meses en los que la terapia a la que su madre lo llevaba parecía no funcionar, días en los que Julián se negaba a asistir al colegio y semanas en las que solo probaba sopa. “Mi mente se convirtió en mi enemiga y más que todo porque era un niño y no veía las cosas con claridad como ahora. Pasó casi un año para volver a comer bien”.
Así como Julián, uno de cada cinco niños de todo el mundo corren el riesgo de desarrollar trastornos alimenticios como bulimia y anorexia, es decir, más del 20 % de los niños y adolescentes sufren de trastornos alimentarios en el mundo, de acuerdo con Jama Pediatrics.
Y es que lo alarmante de los trastornos alimenticios es que no distinguen género ni edad, aunque afectan de forma significativa a los jóvenes entre los 12 y los 25 años, según cifras de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Y lo hacen de una manera silenciosa, muchas veces disfrazados de “hábitos saludables”, de “dietas conscientes” o de simples restricciones “por bienestar”.
Para la psicóloga y psicopatóloga nutricional Johanna Zuccardi, los prejuicios y desconocimiento que rodean estos trastornos hacen aún más difícil su detección y tratamiento. “No se trata solamente de anorexia y bulimia. Existen otros trastornos como el síndrome del atracón, el trastorno de alimentación nocturna, o incluso la ortorexia, una obsesión enfermiza por comer sano, que también afecta gravemente la salud”, explica.
Zuccardi enfatiza que todos estos trastornos comparten algo en común: una relación disfuncional con la comida que no solo daña el cuerpo, sino también la mente y el entorno emocional. “Muchas veces, detrás de una persona que restringe o se excede con la comida, hay dolor no hablado, miedo al rechazo, baja autoestima, y un deseo desesperado por encajar en estándares imposibles”.
El poder de la mente
Hay días en los que el cuerpo tiene hambre, pero la mente no. Pero, ¿Por qué pasa esto? Según la psicóloga clínica y especialista en comportamiento alimentario, Diana Morales, el acto de comer está profundamente conectado con nuestro estado emocional y con la forma en que pensamos.
“Comer no es solo una necesidad fisiológica, es también una respuesta a lo que sentimos, a lo que creemos sobre nosotros mismos y al ambiente que nos rodea. La mente puede abrirnos el apetito o cerrarlo por completo, dependiendo de lo que esté ocurriendo dentro”.
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Morales explica que muchas veces el origen del problema no está en el plato, sino en los pensamientos automáticos que sabotean la mente: “No debo comer eso”, “si como engordo”, “no merezco darme gusto”, “soy débil si tengo hambre”.
“Estas son ideas que se repiten tanto que terminan moldeando nuestro comportamiento y, poco a poco, nuestra salud. Una persona con ansiedad elevada puede pasar el día sin comer, o hacerlo de forma compulsiva. Alguien con depresión puede perder el interés por la comida como pierde el interés por todo. Incluso quienes están atravesando duelos emocionales tienden a desconectarse de sus señales de hambre”, explica.
Conflictos emocionales
Según la psicóloga Tatiana Martínez, muchos trastornos alimentarios o conductas erráticas con la comida son el reflejo de conflictos emocionales no resueltos. “Comer en exceso o rechazar los alimentos puede ser una forma de silenciar emociones que no sabemos cómo manejar o que tememos enfrentar”, dice.
Martínez invita a observar el lenguaje cotidiano como evidencia de esta conexión íntima entre cuerpo y emociones. Expresiones como “tengo un nudo en la garganta” o “se me revuelve el estómago” revelan cómo la angustia, el miedo o la tristeza encuentran su vía de escape en el cuerpo. “La boca con la que comemos es la misma con la que hablamos. Por eso no es casual que muchas personas, frente a una crisis emocional, recurran a la comida como refugio o castigo”.
Agrega que comer puede ser autocuidado, pero también una forma de evasión. Puede ser compartir afecto, pero también esconder dolor.
“Comprender cómo nuestros estados emocionales influyen en lo que y cómo comemos es clave para cuidar tanto la salud física como la mental”.