El polvo se levanta mientras un grupo de niños corretea de un lado a otro con la precaución de no tropezarse con las piedras que yacen sobre la arena, aunque a su paso, los pedazos de vidrios también podían incrustarse en sus pequeños pies. Aquí, en la invasión La Concepción, lo primero que se encuentra es el abandono.
Cada vez que uno camina, la escena se repite: zapatos desgastados que nadie volverá a calzar, cajas de cartón que alguna vez sirvieron de refugio temporal, trozos de madera y láminas de zinc que intentaron proteger y hoy no son más que parte del paisaje de escombros. Al norte, el barrio El Porvenir de Soledad parece un mundo distinto, con calles trazadas y casas firmes. Al sur, un botadero de basura se convierte en el último destino de todo lo que en este lugar ya no tiene uso.
En un botadero de basura, la única opción es encontrar valor en lo que otros han desechado. Entre montañas de escombros, Roberto González aprendió a reciclar desde los 12 años. Era un niño cuando entendió que en las calles del barrio El Porvenir, donde creció, el plástico, el cartón y el metal podían transformarse en unas cuantas monedas, suficientes para llevar algo de comida a casa.
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Su vida siempre estuvo marcada por la necesidad. Con el tiempo, sus manos se hicieron expertas en separar lo útil de lo inservible, en reconocer entre la basura lo que aún tenía vida. Sin embargo, lo que nunca imaginó fue que su oficio lo llevaría al peor de los escenarios: la violencia.
El día que todo cambió
Antes de la pandemia, mientras recorría las calles del sur de Barranquilla en busca de materiales reciclables, Roberto fue interceptado por un grupo de hombres. Lo acusaron de haber robado algo, aunque él insistió en que no era cierto. Pero la palabra de un reciclador poco vale en una ciudad donde la miseria se confunde con la delincuencia.
Lo golpearon. Lo subieron a un carro y lo llevaron a un lugar desconocido. Durante horas, el miedo se convirtió en su única compañía. Lo torturaron, le exigieron una confesión que no podía dar. Luego, vino el chantaje. Y es que si su familia quería verlo con vida, debía pagar 500 mil pesos.
“Fue un 30 de diciembre, no recuerdo muy bien el año, Solo sé que fue antes de la pandemia. Yo desde muy pequeño lo hacía en compañía de mi abuela y ya después solo. Pero después de lo que me pasó le cogí temor al reciclaje”.
Sobrevivir y cambiar
Tras esta adversidad, hace año y medio logró convertirse en el representante legal de Eco-vidrios, un proyecto que en compañía de sus dos hermanos y un amigo, han hecho de la economía circular una forma de beneficiar a la comunidad del sector.
Una de sus sedes, ubicada a pocos metros del basurero, opera como un colegio para niños del sector. “Esto es una sede de protección para niños. Aquí hacemos actividades lúdicas y dinámicas con ellos. Como trabajamos con vidrio, lo usamos solo en las tardes o cuando hay tiempo libre, después de asegurarnos de que el espacio quede limpio y sin riesgos”.
Si hablamos de uno de los mayores retos en los barrios vulnerables, hay que hacer alusión acceso a productos básicos de higiene. Y Eco-vidrios encontró una forma innovadora de ayudar.
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“Descubrimos que la necesidad más grande de la comunidad es el aseo. La gente no deja de comprar una libra de arroz para comprar un jabón o una toalla higiénica. Por eso decidimos que, a cambio de las botellas de vidrio, ofreceríamos estos productos”.
Mientras los depósitos de reciclaje compran las botellas de vidrio a 150 pesos el kilo (aproximadamente seis botellas), Eco-vidrios decidió ofrecer un valor mayor.
El arte de transformar
El crecimiento de Eco-vidrios ha sido posible, en parte, gracias al apoyo de Unicef, que facilitó la adquisición de maquinaria clave para el proceso de reciclaje.
“Nos donaron casi todas las maquinarias: la cameo, la cortadora de vidrio, el portátil para los diseños y la pulidora”.
En esa máquina de cameo se encontraba sentado Emerson González Angarita, listo para iniciar el proceso de estampado de unos vasos de vidrio personalizados que venden para obtener ganancias.
“Con todo lo que hacemos nos divertimos, manteniendo la fe de que las personas repliquen estas buenas acciones”, diio Emerson.
Sueñan con una empresa que genere empleo en la comunidad
Léider González a un costado, limpiaba un vaso de color verde, mientras Keiner González cortaba el vinilo adhesivo para hacer el estampado del vaso. Una vez cargado el diseño en la máquina, se introduce el vinilo para que esta lo corte con precisión.
Cuando el proceso finaliza, el siguiente paso es retirar los espacios sobrantes, dejando únicamente el contorno deseado. Al salir de la sede, se vislumbra como en medio de la precariedad, hay pedazos de madera sosteniendo estructuras frágiles, colchones desgastados en rincones oscuros y uno de esos espacios, la construcción de una casa donde funcionará de manera definitiva el proyecto.
“Tenemos un lote de 4 por 22 metros de largo. Ya llevamos la mitad de la construcción, con el cimiento y la base listos. Ese es nuestro primer gran objetivo: terminar este espacio para seguir trabajando con Eco-vidrios”, explica Roberto.
Además, quiere convertir este proyecto en una empresa que genere empleo entre los suyos. “La comunidad nos trae las botellas y, a cambio, les ofrecemos productos de higiene y aseo y eso seguiremos haciendo en pro de nuestra gente”.