Era 2016. Un día cualquiera. Otro más en el calendario. Sin embargo, mientras la cartagenera veía una vez más una entrevista a Gegorgina Epiayu algo la conmovió. “Lloré mucho cuando vi esa entrevista”, confiesa mientras observaba ante sus ojos la revelación de que debía llevar esa historia al cine, principalmente por la lucha que abanderaba esta mujer, la primera mujer trans wayuu.
Así nació El alma del desierto, un documental que, ocho años después, ha recorrido el mundo y le ha valido a Taboada el prestigioso Queer Lion en la muestra alterna del Festival de Venecia.
Pero, detrás del brillo de los premios y los festivales, hay una historia mucho más profunda, una que habla de resistencia, marginalización y de una comunidad que, como dice la cineasta, “vive en una realidad paralela”.
Pues es que esta película, su ópera prima de largometraje, cuenta cómo la burocracia colombiana ha tardado 40 años en reconocer, en su documentación (pues no tenía cédula), que Georgina es mujer.
Por ello, el premio Queer Lion en Venecia es un reconocimiento a la valentía de Mónica y su equipo por contar una historia que no solo es profundamente humana, sino también necesaria. Pero para la directora, los premios son lo de menos.
“Lo más importante es que la película ayude a que las condiciones de vida de Georgina y su comunidad mejoren, porque lo que vivimos durante esos años es prácticamente una crisis humanitaria”, enfatiza.
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El peso de la realidad
Cuando Mónica comenzó la investigación para el documental en 2016, su idea inicial era hacer una película más artística, menos apegada a la realidad documental. Sin embargo, conforme avanzaba, se dio cuenta de que la historia que tenía delante era demasiado poderosa para intentar moldearla.
“La realidad era muy fuerte. Me tocaba negociar mi visión creativa con lo que estaba viviendo, porque la verdad era tan brutal que no podía ser ignorada,” explica.
A lo largo de siete rodajes y ocho años de trabajo, Taboada y su equipo fueron testigos de la marginación extrema de las comunidades wayuu en La Guajira, donde la falta de acceso a derechos básicos como agua potable, energía eléctrica, e incluso la posibilidad de existir legalmente ante el Estado colombiano, es algo cotidiano.
“Es un país dentro de otro país”, dice Mónica. “Muchas personas no tienen idea de las condiciones en las que viven estas comunidades. No es solo la violencia lo que atraviesa su vida, sino la completa indiferencia del Estado hacia su existencia”.
La lucha de Georgina
En el centro de esta historia está Georgina Epiayu, una mujer cuya vida parece ser una cadena de obstáculos. No solo por ser trans en un país donde las personas LGBTQ+ aún enfrentan inmensas dificultades, sino también por ser wayuu, un pueblo indígena históricamente marginado.
Para Georgina, la obtención de su cédula no solo era un trámite burocrático. Sin ese documento, no tenía acceso a atención médica, educación o ayudas estatales, algo que se volvió aún más desesperante durante la pandemia de la COVID-19.
“Cuando la acompañamos por primera vez a la Registraduría en 2019, pensé que sería una escena más para el documental”, recuerda Mónica. “Pero luego nos dimos cuenta de que ella vivía prácticamente ahí, solicitando su cédula una y otra vez, sin éxito”.
Este proceso, que parecía una simple formalidad, se convirtió en un calvario para Georgina, quien repetidamente se enfrentaba a la indiferencia del sistema. “Pensamos que sería cuestión de meses, pero no fue así. Volvimos una y otra vez, y cada vez era lo mismo”.
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El viaje de Georgina hacia la obtención de su identidad legal es la columna vertebral del documental, pero no es el único hilo que teje esta compleja historia. Lo que Taboada captura con su cámara es una transformación silenciosa pero palpable: la de una mujer que comienza como alguien complaciente y amable, casi infantil en su inocencia, y que con el tiempo se vuelve consciente de su propio valor y poder.
“Cuando la conocí, era una persona muy inocente, siempre amable con todo el mundo. Pero a lo largo de los años, fue dándose cuenta de que su historia importaba, de que su voz tenía peso”, explica la cineasta.