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Jazmín* podía tener entre 13 y 15 años cuando se dio cuenta de que su vida estaba a nada de extinguirse. Era cuestión de que pusiera una mala a cara a quien no tenía, de caminar por el lugar equivocado, de rechazar a alguien poderoso o de susurrar alguna queja, en una tierra donde reinaba irónicamente el plomo y el silencio, para que terminara flotando en el río. Nadie iba a hacer nada para protegerla. Estaba condenada a ser de los tantos muertos que el agua se llevó.

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El escenario no la favorecía para nada. Era una niña indígena, eran los años 80 en Colombia y su resguardo estaba ubicado a más de cuatro de horas del casco urbano de Mitú, la capital del departamento de Vaupés, en el lejano sur de Colombia, una tierra históricamente ignorada por el centralismo, por las principales capitales, por casi todos los escudos del Estado.

Pero más allá de su desconexión y olvido, lo verdaderamente cruel era que su día a día estaba controlado asfixiantemente por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Farc, que ejercían fuerte presencia en de la mayoría de esos pequeños pueblos fronterizos con el norte de Brasil por la abundancia de coca.

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Los comandos de la guerrilla no pudieron ser más abusivos contra su comunidad. Violaron a cuanta niña, algunas con poco menos de 10 años, caminaba por sus dominios. Las esclavizaban, las llevaban a sus campamentos por semanas y luego las devolvían sin que nadie refunfuñara. Sin que nadie alzara el grito. Los que se atrevían a criticar sus acciones eran inmediatamente asesinados. Y los indignados, que masticaban odio y rencor por la sangre inocente derramada, veían como los meses pasaban sin que su venganza llegara por el miedo a los fusiles.

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De acuerdo con la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, entre 1957 y 2016 se registraron 35.178 víctimas de todos los actores del conflicto, por hechos de violencia sexual, reproductiva y otras violencias de género y por prejuicio. Sin embargo, el subregistro es mucho mayor.

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Jazmín no quería eso para su futuro. No quería ser la esclava de un guerrillero, ni quería seguir raspando más coca para poder sobrevivir. No quería ser más acosada. No quería sobrevivir a uno de los tantos bombazos de los subversivos que de por sí ya le habían causado varias cicatrices en la piel y habían dañado severamente uno de sus oídos. Entonces un día, a espaldas de su familiar, decidió huir. Sin embargo, de ella no se supo más. Todos la dieron por muerta.

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