Presionado por una persecución política sin cuartel y hostigado por una orden de captura en su contra proferida por la Fiscalía de bolsillo de Nicolás Maduro que le había reservado una celda en El Helicoide, una de las temibles cárceles del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin), el candidato opositor Edmundo González salió de Venezuela rumbo a España que le garantizó asilo.

Juzgarlo por esta decisión de sentido común, una cuestión de humanidad, con la que puso 7 mil kilómetros de distancia con el régimen represor en aras de preservar su integridad y la de su familia sería un acto de temeridad. Nadie sabe la sed con la que otro vive, de eso no cabe duda.

Su determinación de exiliarse, además, se justifica en que González, de 75 años, no es un aguerrido político de los que suelen enzarzarse en duras batallas contra sus rivales ideológicos, sino un académico que dedicó gran parte de su vida al servicio diplomático. La inhabilitación de la verdadera líder de la oposición, María Corina Machado, lo puso de carambola en la primera línea de la escena electoral como el aspirante de la Plataforma de la Unidad Democrática (PUD) en las elecciones presidenciales del pasado 28 de julio para enfrentar a Maduro y a su camarilla.

Los millones de votos que le dieron la victoria, consignados en las actas electorales publicadas hace semanas por la oposición –Lula, Petro y López Obrador se cansaron de esperar que el oficialismo hiciera lo mismo- le demostraron al mundo el burdo fraude del CNE, que proclamó a Maduro como presidente reelegido. La opereta la consumó más tarde el Tribunal Supremo de Justicia que no solo ratificó su espurio triunfo, sino que puso a González en la mira de la Fiscalía.

Desde entonces la deriva autoritaria del régimen se ha acrecentado a niveles aterradores. Usa a diario la violencia represiva como recurso para atrincherarse en el poder, apela a la narrativa del golpe de Estado para graduar de enemigo a derribar a quien lo cuestione e ignora las voces de la comunidad internacional que le piden considerar un escenario de transición política.

Lo dicho, Maduro no tiene la menor intención de desalojar ni ahora ni a partir del 10 de enero el Palacio de Miraflores. Si González se quedaba se lo ponía más difícil, así que accedió a que se fuera. El resto es historia. Primero Países Bajos, luego España lo protegieron hasta ponerlo a salvo. Si bien es cierto que como el candidato exiliado dice, seguirá “comprometido” en construir una etapa nueva para Venezuela en democracia, su salida provocó desconcierto en la oposición.

Pese a la comprensible y respetable determinación personal de González, esta supone un golpe anímico demoledor para los venezolanos, tanto para los residentes de la nación que ven cada vez más lejano el final de la autocracia que los gobierna desde hace 25 años, como para quienes permanecen en un exilio forzoso sin opciones de retornar en el corto plazo. Frustración absoluta.

Es innegable comprobar cómo los distintos caminos democráticos abiertos durante los últimos años por actores políticos, dentro y fuera de Venezuela, han terminado por estrellarse contra el muro de la sinrazón de un régimen sin alma aferrado al totalitarismo. Aún más difícil de comprender que algunos gobiernos del vecindario, entre ellos el nuestro, mantengan una posición ambivalente con él tras mostrar su reprochable talante antidemocrático. ¿Será que es así porque Colombia le ha ofrecido asilo a María Corina Machado como una salida al conflicto político que amenaza con enquistarse en el vecino país e impactar al nuestro?

Cuesta creer que la combativa dirigente confíe en las garantías que bajo las actuales circunstancias el Gobierno colombiano pudiera darle. Por lo pronto, ha dicho que se queda en su país, desafortunadamente en la clandestinidad, como si fuera una delincuente y no la líder que es. Sabe que ahora tiene que recomponer o reconfigurar el tablero político de la oposición alterado por la partida de González que, en todo caso, debe avergonzar no a ellos que hacen lo correcto poniendo en evidencia a Maduro y a su pandilla, sino al indigno, cínico y despótico régimen que se regodea en el descrédito de ser un permanente violador de libertades y derechos humanos.