La democracia global siguió su caída libre en 2021. Tanto que más de un tercio de la población mundial vive hoy bajo un régimen autoritario y apenas 21 países, de los 167 evaluados, gozan de una democracia plena.

Si bien es cierto que la deriva autoritaria alcanzó niveles significativamente altos en China, Bielorrusia, Myanmar o Afganistán, fue en América Latina donde se registraron los retrocesos más dramáticos, según el análisis anual de la Unidad de Inteligencia de la revista británica The Economist.

Sirva de ejemplo el caso de Chile, que pasó de ser una “democracia plena a una imperfecta o defectuosa” por los “bajos niveles de confianza en el gobierno, la reducida participación en las elecciones recientes y la profundización de la polarización política”.

Colombia también aparece en esta categoría con Brasil, Argentina y Perú. Mientras que Ecuador y Paraguay empeoraron su estatus, al punto de ser considerados “regímenes híbridos” por el “aumento del respaldo popular a líderes autoritarios”. Los peores registros los vuelven a tener los de siempre: Nicaragua, Haití, Cuba y Venezuela. En contraste, Uruguay y Costa Rica son las “democracias plenas” del vecindario.

Aunque los estándares democráticos en los países latinoamericanos están en picada desde hace seis años, el deterioro –en este caso de 0,26 puntos, el más importante en el conjunto de las regiones evaluadas– se agudizó en los últimos 12 meses.

Sin duda, la falta de oportunidades que estanca la legítima aspiración de los ciudadanos de obtener progreso social genera inquietantes sentimientos de frustración que los llevan, por un lado, a cuestionar el sentido real de la democracia y, por otro, a tolerar gobiernos autoritarios que les ofrezcan lo que no encuentran en ese sistema. En este sentido, el informe da cuenta de movilizaciones sociales y protestas masivas que “pusieron en riesgo la gobernabilidad” en 2021.

Ciertamente, el aumento de la pobreza y la desigualdad dispararon la desconfianza y el escepticismo de la población en cuanto a la capacidad de sus gobernantes para enfrentar o resolver los profundos problemas económicos, laborales y sociales resultantes de esta inacabable pandemia, que sumó otras cinco millones de personas en condición de miseria en 2021, hasta alcanzar los 86 millones en América Latina, lo que equivale a un retroceso de 27 años en los indicadores.

Así las cosas, la pobreza extrema aumentó del 13,1 %, en 2020 –cuando se perdieron 25 millones de empleos- a 13,8 %, el año pasado.

De ello, es posible inferir que las medidas adoptadas, entre ellas ayudas sociales o transferencias monetarias de emergencia, se quedaron cortas o fueron insuficientes para mitigar la magnitud de las crisis enquistadas en la región, exacerbadas por los demoledores efectos de la actual situación, como la desigualdad de ingresos, la inequidad de género o la informalidad.

Mientras la pandemia no sea superada ni las alarmantes tasas de pobreza moderadas, no será posible avanzar hacia un nuevo tiempo de vitalidad económica, progreso social y desarrollo sostenible en el que los principios democráticos sean preservados de los peores populismos.

Muchas de las acciones para contener la pandemia, desde restricciones a la movilidad hasta la exigencia de carnés de vacunación, advierte el informe. También limitaron las libertades civiles o la igualdad de derechos, e incluso “reforzado la resistencia y desconfianza” de los ciudadanos hacia los gobiernos, agudizando el descontento social hacia lo que califican “autoritarismo en aras de la salud pública”.

Si la democracia se deteriora, los derechos y libertades estarán bajo una amenaza constante de consecuencias impredecibles. Rejuvenecer los sistemas de gobierno “redemocratizando la política”, fortalecer las sociedades libres y el estado de derecho, concertar un nuevo contrato social más inclusivo y coherente con las actuales realidades deben ser acciones que sirvan como un necesario contrapeso a las peligrosas pretensiones de quienes apuestan por iniciativas no democráticas, instigando a la polarización extrema, la lucha de clases o la desinformación para desencadenar incertidumbre.

El franco retroceso de la democracia global está poniendo a prueba la cohesión interna y capacidad de resistencia de las instituciones, que hasta ahora no han respondido como deberían al riesgo que enfrentan.