El contundente triunfo del diputado de izquierda Gabriel Boric, con el 55,9 % de los votos, en la segunda vuelta presidencial de Chile, deja valiosas lecciones para nuestras democracias imperfectas. Una de ellas es el valor de entender con visión estratégica, además de pragmática, lo que está en juego en una elección tan decisiva como esta. El cambio de tono del reconocido exlíder estudiantil –tras la primera vuelta del 21 de noviembre– hacia una posición más moderada y equilibrada, sin transar sus banderas de construir un nuevo Chile “más solidario y justo”, lo acercó a un electorado bastante amplio que sintonizó, en menos de un mes, con sus propuestas.
A sus 35 años, Boric no solo se convierte en el jefe de Estado más joven en la historia de Chile, sino también en el más votado. Sin duda, representa un cambio generacional que responde, por un lado, al desgaste de los partidos políticos tradicionales y, por otro, a la determinante movilización de sectores con reducida participación electoral – como los jóvenes – que habían expresado en las calles su profundo malestar por la desigualdad que desgarra a uno de los países más prósperos de América Latina.
El candidato de Apruebo Dignidad –una alianza entre el Frente Amplio y el Partido Comunista– tiene otra particularidad inédita en su haber. Logró revertir los resultados adversos obtenidos en la primera vuelta. Su giro hacia el centro fue mucho más convincente que el de su rival, el derechista José Antonio Kast, a quien se le asoció desde un primer momento con la dictadura de Augusto Pinochet. En el tramo final de la elección, aunque ambos hicieron concesiones importantes en sus mensajes al electorado, sobre todo en los más polémicos para matizarlos, buscando sumar apoyos entre los indecisos, Boric supo leer mejor las demandas de cambio social en asuntos clave como seguridad, educación, salud y pensiones, que inclinaron la balanza a su favor.
Otra de las enseñanzas de este proceso electoral es justamente el reconocimiento del poder de la política, en particular de las urnas, como instrumento de transformación del Estado. Quienes se manifestaron durante el estallido social de finales de 2019, en algunos casos empleando la violencia, encontraron en el discurso de Gabriel Boric, como atestiguan los holgados resultados electorales que le dieron la victoria, razones para confiar en un cambio a través de la vía institucional.
Si bien es cierto que la legitimidad de la elección del dirigente de izquierda es incuestionable, el respaldo que alcanzó –11 puntos de diferencia por encima de Kast– no puede interpretarse como un cheque en blanco. Las grandes mayorías ciudadanas, en especial el votante joven y los sectores populares, le exigirán, más temprano que tarde, soluciones a sus complejas realidades socioeconómicas. Cabe esperar que su Gobierno necesite tender puentes, también con la oposición, para sellar acuerdos amplios, ojalá con aliados determinantes que le ayuden a avanzar en sus metas de reconciliar al país con su propuesta de “más Estado, feminismo y ecologismo”. Como si fuera poco, la nueva Constitución que se redacta en la actualidad marcará el rumbo de su mandato.
Boric admite que se avecinan “tiempos difíciles”. Hace bien porque las ‘borracheras’ de triunfos tan amplios como el suyo pueden ser contraproducentes a la hora de encarar los muchos desafíos que tiene por delante. Su estrategia electoral de apostar por un tono conciliador fue exitosa, pero ahora se enfrenta a la realidad de elegir cuál versión de sí mismo gobernará: la del combativo dirigente estudiantil o la del moderado candidato presidencial de la segunda vuelta. Chile, sin ambages, escogió la segunda. Debería honrar ese respaldo, ratificando como señaló en su primer mensaje que será el “presidente de todos los chilenos”.