El 2025 será recordado por ser un año en el que desde el Gobierno se multiplicaron las descalificaciones, señalamientos, instigaciones y atajos por decreto que pusieron a prueba la democracia. También lo será porque esta respondió con absoluta determinación con lo que mejor la sostiene, unas instituciones firmes, autónomas y coherentes, cumplidoras de su deber constitucional. El Legislativo, la Rama Judicial, los entes de control y los organismos independientes demostraron que en Colombia la separación de poderes no obedece a un formalismo retórico, sino que opera como un resistente dique frente a intolerables lances antidemocráticos y a la tentación de gobernar por imposición y con gran ruido del Ejecutivo.

A lo largo de este año, el presidente Gustavo Petro convirtió la discrepancia institucional en confrontación pública. Sus intensas diatribas hablan por sí solas. Cuando la Fiscalía reafirma su autonomía, la acusa de retirar “apoyos” al Gobierno. Cuando el Congreso hunde una reforma, lo señala de odio político y egoísmo social, mientras amenaza con declarar emergencias. Cuando las altas cortes ejercen su función de control democrático —suspendiendo decretos, revisando reformas o delimitando el abusivo uso de alocuciones presidenciales—, las ataca con graves acusaciones de conspiración, censura o incluso “golpes de Estado”, acompañadas del recurrente fantasma de una asamblea constituyente.

Nada de esto es menor ni pasa desapercibido para la opinión pública. En una democracia, las instituciones no están para complacer al Ejecutivo de turno ni para alinearse con su agenda, sino para cumplir la Constitución y la ley. La Fiscalía investiga, el Congreso delibera y legisla, las cortes controlan y garantizan nuestros derechos. Descalificar esas funciones cuando no resultan favorables a sus intereses es desconocer el equilibrio que soporta al Estado de Derecho, lo cual es un evidente signo de autoritarismo, a todas luces inaceptable.

Preocupa, también, el tono ofensivo que en ocasiones han usado altos funcionarios del Estado para expresar disconformidad o rechazo. Los insultos del ministro del Interior contra una magistrada de la Corte Suprema, las descalificaciones personales a jueces y magistrados o los agravios contra el registrador y entes de control no solo degradan el debate público. Además, intimidan, estigmatizan y envían un peligroso mensaje a una sociedad polarizada.

En ese núcleo de contención democrática destaca la Registraduría Nacional y el liderazgo sereno de Hernán Penagos. En la antesala del difícil proceso electoral de 2026 —amenazado por riesgos de seguridad, noticias falsas y desinformación—, el registrador ha reivindicado con claridad el carácter neutro del órgano electoral y su autonomía frente a las presiones políticas. Ha respondido con técnica, transparencia y controles verificables. O lo que es lo mismo, con garantías, no con las usuales estridencias de los que buscan descalificar su labor.

Sin lugar a dudas, la reacción institucional, su respuesta colectiva a la persistente invectiva del Ejecutivo, que se regodea o vanagloria de su insólito proceder, es una señal de madurez democrática. Ejercer el control disciplinario, reafirmar los límites constitucionales o llamar al acatamiento fiel de la Carta Magna del 91 no es oponerse a un gobierno ni desconocer el mandato popular. Es más bien garantizar la protección de los 52 millones de colombianos que necesitan de reglas claras, respeto mutuo y de un sistema de pesos y contrapesos funcionando. La democracia no se fortalece a punta de gritos ni mucho menos de delirantes amenazas, sino con respeto por la ley, las decisiones adversas y autonomía de los poderes.

Otro de los hechos que en 2025 marcó al país como una herida abierta fue el asesinato del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay. Su magnicidio no solo privó a Colombia de un “líder íntegro, honesto y con una sensibilidad única”, como lo describe hoy en EL HERALDO su viuda, María Claudia Tarazona. Este repudiable crimen nos retrocedió a las oscuras épocas en las que las balas pretendían decidir el rumbo de nuestro país. La violencia política es la negación absoluta de la democracia, porque quien dispara contra un candidato no silencia únicamente a una persona, lo que busca es arrodillar a toda la nación.

Honrar la memoria de Miguel Uribe Turbay es impedir que los violentos vuelvan a imponer su ley. La arremetida criminal intenta influir en los comicios, sembrar miedo y condicionar la participación ciudadana. El Estado no puede fallar, como lo hizo con el senador inmolado. Garantizar la seguridad de candidatos y preservar el clima democrático no son concesiones a sectores políticos, son obligaciones constitucionales de quienes hoy ejercen el poder y bien podrían desterrar de su lenguaje la estigmatización y entender que sus palabras pesan.

Convencidos como estamos de que Colombia no puede acostumbrarse a que la diferencia se convierta en enemistad ni mucho menos en violencia política, la defensa democrática de las instituciones y el legado de Miguel Uribe Turbay, quien la encarnó desde su ejercicio de lo público, son parte de los hechos y personajes más relevantes de 2025 para EL HERALDO, que este domingo les ofrece un repaso de algunas de las noticias que marcaron la agenda.