Lo primero sobre el atentado o intento de atentado del pasado sábado en cercanías al Batallón Simón Bolívar del Ejército en Tunja, que dejó cinco personas heridas –tres civiles y dos militares, por fortuna no de gravedad– y algunos destrozos en los alrededores, es rechazar, siempre, sin ambages, sin claudicación, la violencia, una vez más atribuida al ELN, usada para dañar indiscriminadamente seres humanos e instituciones –seres humanos inocentes, con familias que los esperan, con valía para la ciudad y el país para el que trabajan y habitan–.
Lo segundo es condenar el terror para atemorizar a la población en la víspera electoral, repudiar la amenaza para demostrar fuerza o poder de cara a otro seguramente engañoso proceso de paz más que ya Colombia está cansada de empezar y terminar con rabia y dolor con la guerrilla elena. También desestimar sin espacio a dudas la vetusta idea de que así, a sangre y fuego, se envía un mensaje político, porque agredir, asesinar y destruir nunca es un mensaje y menos es político: es un crimen, es deleznable y es desalmado contra la población indefensa.
Nuevamente, la hipótesis a la que dan mayor credibilidad las autoridades, y lo han dicho el ministro de Defensa, general (r) Pedro Sánchez, y el comandante de las Fuerzas Militares, almirante Francisco Cubides, es que detrás de esta acción inútil, caduca y cruel está el ELN.
“Gracias a la rápida reacción de la fuerza pública y al apoyo de la comunidad, se evitó una tragedia: no hubo víctimas mortales. Rechazamos este cobarde atentado que demuestra que al ELN no le interesa la paz ni la vida de los colombianos”, dijo el jefe de la cartera de seguridad, mientras que el almirante ratificó: “Esta acción terrorista pudo haber sido efectuada por la estructura ‘Adonai Ardila Pinilla’ del grupo narcoterrorista ELN del Frente Oriental”.
Como muchas veces ha permitido la providencia, los vecinos del sector, en los alrededores de la base militar, fueron los que se percataron del parqueo de la volqueta a eso de las 5 de la mañana –como se observa en los vídeos de seguridad de la zona, en los que también se ve al conductor bajarse del automotor y huir junto con otro sujeto en una motocicleta– y, al darse cuenta de que estaba llena de cilindros bomba, dieron aviso a las autoridades. Este detalle no es menor, ya que el hecho de que la ciudadanía siga cuidándose entre sí y a sus uniformados ante los ataques irracionales de los grupos armados ilegales y las organizaciones narcotraficantes, y en general de la delincuencia, fue lo que salvó vidas en la capital boyacense. Y por supuesto también lo hizo la acción diligente de las autoridades para evacuar a los vecinos y activar de manera controlada los explosivos, pese a que algunas de las cargas al parecer se activaron y cayeron dentro de las instalaciones del batallón.
Por ello, las autoridades anunciaron recompensas de hasta $200 millones por información que ayude a prevenir atentados y $100 millones por datos que conduzcan a la captura de los terroristas. Y valdría la pena que, por ejemplo, parte de estos dineros fuesen en principio pagados a los ciudadanos que valerosamente alertaron sobre la volqueta fatal y evitaron quién sabe cuántas vidas perdidas en la histórica Tunja.
Lo de la capital boyacense, reconocida por sus bajos índices de criminalidad, además, revela que la violencia armada, antes limitada a zonas rurales y fronterizas, impacta ya en los centros urbanos considerados seguros.
Ya en detalle, el director de la Policía, general William Rincón, explicó que los explosivos tenían unos temporizadores para ser detonados a una hora específica, quién sabe con qué oscuro propósito de parte de esta innombrable subversión del ELN. Y también dijo que el atentado guarda un patrón táctico similar al de ataques recientes en Arauca y Norte de Santander.
Y aunque el presidente Gustavo Petro, entre tanto, haya intentado restarle gravedad a lo sucedido, por supuesto al no haberse registrado víctimas mortales, que todo el país celebra, la verdad es que sigue siendo grave la amenaza, el terror, la vulnerabilidad en que queda la población.








