El llamado a consultas del jefe de la misión diplomática de Estados Unidos en Bogotá, John McNamara, y del embajador de Colombia en Washington, Daniel García-Peña, ha vuelto a poner en estado de máxima alerta la histórica relación bilateral. En términos del secretario de Estado, Marco Rubio, la nueva tensión es una consecuencia directa de las denuncias “infundadas” del presidente Petro sobre un supuesto respaldo de la administración Trump y de congresistas republicanos a la conspiración que urdía en su contra el excanciller Leyva.

Como a diario se hace con la democracia, a la diplomacia también se le debe cuidar con verdadero esmero. Desde el inicio de la segunda presidencia del magnate, las antagónicas posturas ideológicas de ambos gobiernos, el imprevisible carácter de quienes ejercen el poder, Petro y Trump, la fogosidad de su retórica y demás formas de presión expresadas a punta de disparos en redes sociales viciaron aún más el ya enrarecido ambiente del nuevo orden mundial, donde el caos, la ley del más fuerte, la ruptura de reglas o el factor miedo a represalias económicas redefinieron la agenda de las relaciones multilaterales o recíprocas.

Bienvenidos al presente. Son las nuevas reglas de juego de la política exterior de Estados Unidos. A estas alturas debería ser una lección aprendida tras la fuerte crisis diplomática de enero, cuando ante la negativa del mandatario de recibir aviones con deportados, alegando condiciones de “trato indigno”, el país enfrentó el cierre de servicios consulares durante días, la imposición de un castigo arancelario de 25 % y la amenaza de retiro masivo de visas.

De modo que la cosa no va de antiimperialismo, ese inequívoco signo de identidad de buena parte de la izquierda latinoamericana, tampoco de arrodillarse o de no hacerlo ante nuestro principal socio comercial, sino de ser realmente estratégico para evitar ser excluido. En ello radica el valor de la diplomacia, de la fortaleza de una política exterior de Estado, que es mucho más que vivir sabroso en una residencia oficial de ensueño. De lo que se trata es de construir y preservar relaciones de confianza, respeto mutuo, responsabilidad institucional, prudencia y sensatez. En especial, en el caso de un país como Estados Unidos con el que nos unen vínculos históricos, al margen de que ahora no exista una afinidad con su dirigencia.

A la administración de Petro le queda poco más de 13 meses. Colombia y Estados Unidos suman más de 200 años de estrecha asociación. Los gobiernos son efímeros, a diferencia de las relaciones entre Estados que se edifican con visión de largo plazo. Es imprescindible que el presidente, su círculo de confianza, al igual que el oficialismo, comprendan que mostrarles los dientes a Trump, Rubio o al resto de los funcionarios gringos, poco o nada contribuye a mejorar la deteriorada relación bilateral. Si acaso les hará ganar puntos con el jefe, pero al final del día nos irá cerrando espacios con un socio que ha sido determinante.

Echar más leña al fuego solo provocará que el incendio empeore. Actuar con elemental prudencia o mesura, de ambos lados, siguiendo los canales diplomáticos, es la senda para superar el impase. Pero Petro no puede seguir equivocándose con Estados Unidos, tropezando con la misma piedra de su sectarismo ideológico para luego verse obligado a recular, al no medir las consecuencias de su retórica incendiaria. En este caso, Washington le ha pedido retractarse de sus especulativos señalamientos contra el secretario Rubio, a quien en un discurso en Cali, en junio, vinculó con un complot en su contra para derrocarlo.

Mantener un “diálogo respetuoso, franco y constructivo con Estados Unidos, guiado por los principios del derecho internacional y la promoción de los intereses comunes”, como anticipa el embajador García-Peña tendría que ser la brújula del último tramo del Gobierno. Sin duda, es intolerable que un congresista republicano tache a Petro de “narcoterrorista”. Pero elevar el tono de la ofensa o del insulto como respuesta es entrar en un juego demasiado arriesgado que compromete la estabilidad de una relación de la que dependen los empleos, los negocios, los vínculos familiares y los proyectos personales de millones de compatriotas.

Presidente, céntrese en calmar las aguas. Marco Rubio, como dice ahora, no se ha puesto a pendejear con un golpe de Estado. Pues, no lo haga usted tampoco con las relaciones con el aliado estratégico de Colombia. Es hora de la cordura, de la diplomacia, que se espera venga de la mano con la escogencia de un buen canciller, con acreditada experiencia, para que asuma el control de la situación, establezca un diálogo sereno y recupere el manejo responsable de nuestra política exterior que debe quedar al margen de los caprichos del mandatario de turno.