El presidente Petro hunde el acelerador para alentar, una vez más, la movilización de sus bases, en tanto agita el fantasma del estallido social. Sabe que las calles son el escenario ideal para coaccionar la toma de decisiones políticas hasta llevar la situación al límite. Una espiral de presiones en extremo riesgosa que podría desencadenar un colapso institucional.
Afecto a desafiar normas, cuestionar la legitimidad de los poderes públicos o provocar un choque de trenes entre ellos, la airada respuesta del jefe de Estado a la dura derrota que le propinaron senadores de la oposición a su propuesta de consulta popular nos ha lanzado al terreno de la teatralización de la política. Petro, sus ministros y miembros de los partidos del oficialismo cantaron fraude, hicieron pataleta y arremetieron contra sus adversarios al término de la caótica jornada que les resultó contraria a sus intereses por tan solo dos votos.
En cuestión de segundos los ánimos se caldearon con tal ardor que si no hubiera sido por la oportuna intervención de la senadora María José Pizarro, el ministro del Interior, Armando Benedetti, se habría comido vivo y de un solo bocado al apabullado secretario del Senado, Diego González. La elocuente imagen de ese visceral momento es la encarnación misma de la polarización a la que nos ha empujado la deriva maniquea de un puñado de insensatos, quienes con sus enajenados discursos populistas o demagogos apuestan por la ruptura social.
Hablan de manipulación, de cierres abruptos del registro para “escamotear la soberanía popular” y de votos cambiados in extremis. En el fondo, parece que hicieron mal las cuentas que de por sí estaban ajustadas. Sin los votos del Mira ni los de supuestos disidentes del Partido Conservador y Cambio Radical, que al final no se inmolaron, sino que se ausentaron para no violar la Ley de Bancadas, más la aún inexplicable retirada de la senadora Peralta, la suma de respaldos no les alcanzó para aprobar la consulta. Intenso será el debate legal.
Quienes ahora se autoproclaman estandartes de la ética y la moral, en cabeza del ministro Benedetti, para acusar al presidente del Congreso, al resto de su mesa directiva y a otros parlamentarios de tramposos, marrulleros y no sé de cuántas cosas más, deberían ser objeto de estudio científico por su desmemoria política o ausencia de pudor. Con seguridad estarán afrontando algún tipo de singular trastorno de malos perdedores porque la sombra de sus actuaciones, aparentemente similares o non sanctas, aún se alarga en el Legislativo.
Defender la democracia, pero irrespetar las resoluciones de uno de sus pilares, en este caso del autónomo e independiente Poder Legislativo, no es más que un acto de incoherencia. Tratar de imponer un nuevo orden político o social, sacando la toma de decisiones del recinto concebido para consensuar las leyes y situarlo en las calles nos hará aún más daño. Por el tono de sus diatribas, intenta el Ejecutivo, también sus partidos afines, con cálculo electorero dar vida a una ficción acorde con su estrategia de asegurar el poder por el poder.
Poco les importa dinamitar diques institucionales, aislar a sectores que los controvierten, profundizar las divisiones resultantes del pugilato diario en el que ha caído el debate público o diluir la delgada línea que separa la verdad de la mentira. Todo parece que es válido bajo el marco de posiciones doctrinarias que buscan avivar un incendio, del que observamos la humareda, pero cuesta identificar el foco, debido a la presencia de tanto pirómano suelto.
Antes de que todo acabe arrasado, la política debe recuperar su nobleza. Nada distinto a hacer posible la esperanza de los ciudadanos. Más allá del usual contorsionismo de los de siempre, necesitamos avanzar para salir de la trampa que nos tiene dando vueltas en un torbellino. La milagrosa resurrección de la hundida reforma laboral durante la misma accidentada sesión en la que naufragó la consulta abre una puerta. Debatir, consensuar, cuanto antes, una propuesta viable que reúna en el mismo lado de la cancha al mayor número de jugadores podría reconducir la senda extraviada y conjurar males aún peores.
Ni delirios caudillistas, ni aventuras revolucionarias, ni adoctrinamientos temerarios, ni confrontaciones fratricidas que erosionan la convivencia social resolverán nuestras crisis. La institucionalidad cuenta con mecanismos para dirimir diferencias: úsenlos para dejar de vivir en universos paralelos. ¿Ese es el futuro que deseamos? Seguro que no. Que el debate de la laboral –más bien– se edifique sobre propuestas realistas, como la acordada por los senadores de la Comisión Cuarta de no tramitar una ponencia de archivo. En vez de invocar tempestades, debe imperar la calma, así como los actos de generosidad de todos los llamados a consensuar la reforma que más les convenga a los trabajadores. Desactivemos la ira o el odio como el incandescente motor de la política. Petro deberá decidir si el rumbo que le interesa seguir es el de la campaña o el de la concertación con sus antagonistas.