Todas las miradas del mundo católico, de sus 1.400 millones de creyentes, y del resto del planeta se dirigen desde este miércoles al Vaticano. La espera ha concluido y los 133 cardenales electores, los menores de 80 años, se aprestan a elegir al pontífice número 267, el sucesor de Francisco. La mecánica del ultrasecreto protocolo es apasionante en sí misma.

Aislados en la majestuosa Capilla Sixtina, los purpurados se encerrarán para votar las veces que haga falta –serán hasta cuatro rondas por jornada– hasta alcanzar la mayoría calificada de 89 votos. Luego de varios días de congregaciones generales en la Santa Sede, en las que también participaron los cardenales de más de 80 años, vaticanistas dan como un hecho que la decisión estaría madura.

De modo que el consenso, mediado por el Espíritu Santo, como sostiene el dogma, no debería tardar demasiado en llegar para alborozo de los fieles que se instalarán en la icónica plaza de San Pedro para ver salir la ansiada fumata blanca.

Sin embargo, otras voces estiman que la espera sería larga por el considerable número de electores para un cónclave. Algo nunca antes visto en la milenaria historia eclesiástica. Ni siquiera se conocen.

La mano de Francisco se ve detrás de esa cuantiosa, pero sobre todo representativa cantidad de cardenales nombrados en las periferias del mundo. Retratar la pluralidad de una Iglesia compasiva, misericordiosa, humana, que camina en defensa de los pobres, marginados o excluidos es otro de sus legados, para estar presente aun sin estarlo.

La realidad es que ponerlos de acuerdo en las primeras votaciones no será sencillo. Por la magnitud, sin duda, pero principalmente por las tensiones que han aflorado en torno a la determinante escogencia.

¿Cuál es el papa que demanda el desafiante concierto internacional? O aún más complicado de dilucidar, ¿cuál es la senda a seguir: la que inició Francisco, el pastor con olor de oveja que tanto irritó a los ultraconservadores de la fe, o la orientada por sus opositores que lo atacaron de frente y por la espalda, cuestionando lo divino y lo humano de sus posturas que lo acercaron al corazón de escépticos y descreídos?

Ese es el punto. El futuro o rumbo de la Iglesia católica se pone en valor con la elección del nuevo papa. Con sus gestos, discursos y encíclicas, Francisco encaró el autoritarismo, los abusos del capitalismo salvaje, el negacionismo del cambio climático, el descarte de los migrantes o la barbarie de las guerras.

Ciertamente, la comunicación, activismo e influencia de sus valores progresistas le otorgaron la dimensión de una figura política, como en su momento lo fue Juan Pablo II. Sus simbólicos mensajes de “la casa común” o “la economía de la exclusión” han quedado para la historia. Al igual que sus reformas de las instituciones eclesiásticas. También su búsqueda de dignidad para la comunidad Lgbtiq+ o de inclusión de la mujer y los laicos en la toma de decisiones. En definitiva, menos dogma y más cercanía.

Aun así fue guardián de la doctrina, como le correspondía. No como Benedicto XVI, pero ahí radica su particular enfoque sobre la fe, la esperanza y la caridad. La cohesión de la Iglesia sinodal en marcha. No todos piensan así. Por eso ahora que tras su muerte se barajan los nombres del sucesor, las divisiones internas se profundizan. Los príncipes de la Iglesia que están del lado de su herencia hablan de un papa unificador que siga sus pasos.

En esa línea se perfilan el conciliador Pietro Parolin, número dos del Vatican, el carismático filipino Luis Antonio Tagle, el diplomático de origen italiano Matteo Zuppi, el reformista maltés Mario Grench y el moderado francés Jean-Marc Aveline. Entre los conservadores que reclaman un giro en la Iglesia, dos nombres: el del húngaro Péter Erdö y el del sueco Anders Arborelius.

Tampoco se descarta un outsider ante la ausencia de consensos, como el estadounidense Robert Francis Prevost o el patriarca de Jerusalén, el italiano Pierbattista Pizzaballa. ¿Será negro o asiático? Todo es posible porque nadie arranca como gran favorito.

El inédito escenario de incertidumbre, confusión o desconcierto entre los purpurados añade más intensidad al cónclave más mediático de la historia, en el que el trastocado orden mundial también pesará. Sí, la religión tiene mucho de política. Pues ojalá que ante tanto retroceso en el Olimpo del poder global, al menos que la democratización de la Iglesia sea inatajable.