En una legislatura marcada hasta ahora por posturas antagónicas irreconciliables en buena parte de los asuntos a debatir, la aprobación del acto legislativo de la reforma al Sistema General de Participaciones (SGP) aparece como una de las principales conquistas a destacar.

Primero, porque la enmienda constitucional dará cumplimiento a la histórica promesa de aumentar la autonomía territorial consignada en la Constitución de 1991, al incrementar gradualmente las transferencias de los Ingresos Corrientes de la Nación (ICN), del Estado central a las regiones, del 23,8 % actual al 39,5 % durante un periodo de 12 años. Y segundo, porque demuestra que cuando se trabaja por conciliar las diferencias, hilvanando puntos comunes de encuentro, sí es posible alcanzar acuerdos. En este caso, bancadas de gobierno y de oposición así como los partidos independientes votaron a favor para sacarla adelante.

Lo fundamental, como defendía en EL HERALDO el presidente del Congreso, el senador Efraín Cepeda, es que se le pondrá fin a la “rogativa semanal de alcaldes y gobernadores que con rodilleras deben viajar a Bogotá a esperar que les aprueben un proyectico para sus menesterosas regiones, debido a que apenas reciben el 22 % de los recursos de la nación, mientras el poder central maneja el restante 78 %”. Desequilibrio que ha causado retrasos.

En ese sentido, el Plan Nacional de Desarrollo 2022-2026 indica que el 82 % de los más de mil municipios del país están por encima del promedio de pobreza multidimensional, que es de 26 %. También el centro de estudios económicos ANIF, en su reciente reporte “Evolución Social en Colombia”, insiste en que “la desigualdad sigue siendo uno de nuestros mayores retos estructurales, con concentración de riqueza y brechas regionales”, y plantea la necesidad de “políticas redistributivas más efectivas para asegurar desarrollo sostenible”.

En todo caso, aunque la iniciativa tras su conciliación en el Congreso pasó a sanción presidencial, cuando esta se produzca aún no entrará en vigor hasta que el Legislativo apruebe una ley de competencias a la que está amarrada. Ciertamente, la construcción del nuevo proyecto reavivará el debate nacional para definir qué funciones pasarán del Estado central a los entes territoriales. Parece lógico que si estos recibirán más dinero, también deberán tener la capacidad de asumir responsabilidades adicionales e incluso de asegurar mayor autonomía fiscal mediante normas tributarias territoriales que tienen que discutirse.

Pese a que la reforma establece una transición gradual de más de una década para el viraje en las finanzas públicas de la nación y que se encuentra atada a una ley de competencias, que necesariamente deberá debatirse con argumentos técnicos, ex ministros de Hacienda, gremios, centros de pensamiento y congresistas reiteran sus alertas. Resulta tan pertinente como oportuno que su preocupación enfocada en la sostenibilidad fiscal del país y en la capacidad funcional del Estado se visibilice en la futura discusión de la ley de competencias, para que cada riesgo sea absuelto con proyecciones y cuentas claras, a cargo del Ejecutivo.

Otro velo que deberá descubrirse por completo es el de la mirada centralista que considera, de manera falaz, por supuesto, y sin asidero de ningún tipo, que en las regiones o en los territorios existe más corrupción y menor capacidad de administración que en el centro del país. Esta ficción se cae por su propio peso y no aguanta ni siquiera una revisión histórica.

Por ello, se hace imprescindible que se definan juiciosamente los mecanismos de control y vigilancia que garanticen sin fisuras la transparencia, eficacia y eficiencia en el manejo de recursos y el cumplimiento de las nuevas funciones que asumirán las regiones. No como una cesión generosa del poder central, sino como una deuda de saldo impostergable con los territorios y, sobre todo, con el Caribe, tan golpeado de pobreza y excluido injustamente de recibir lo que merece, en recursos como en opciones reales de regir su propio destino.