El Gobierno presenta esta semana en Barranquilla un portafolio de al menos 20 proyectos estratégicos de inversión por $160 billones para acelerar la descarbonización de la economía. Se trata de un paquete de iniciativas ciertamente ambicioso en materia de transición energética, medioambiente, transporte y agricultura, al que espera poder vincular para su financiación a la banca pública y privada, también a sectores productivos del país y de cooperación internacional.

Es evidente que proyectos como renovar o modernizar con tecnologías de baja y cero emisiones el parque automotor integrado por 19 millones de vehículos, la reindustrialización de las empresas o la transformación de la matriz energética hacia fuentes renovables, eólica, solar, hidrógeno, nuclear, geotérmica y biomasa, entre otros, demandan inversiones millonarias a largo plazo. Seamos francos.

Ni el Estado, ni el gobierno de turno, ni los privados, mucho menos los ciudadanos, están en capacidad de asumir de la noche a la mañana, y a título individual, este descomunal desafío pese a que todos coincidan en reconocer que es una prioridad irrenunciable.

Conviene entenderlo así para no incurrir en expectativas irreales ante la excesiva presión social y política. Dicho esto, también es cierto que no es viable ni responsable quedarnos como ahora estamos, mientras la emergencia climática se intensifica todavía más.

De manera que resulta imprescindible dedicar grandes esfuerzos, en el mayor grado posible consensuados, a hacer todo lo que sea necesario, y ni así podría ser suficiente, para concretar una hoja de ruta que se ajuste a nuestra realidad. Lo fundamental debe ser entender que aunque corre prisa, del afán no queda sino el cansancio. Entre otras razones porque el listado de requisitos por cumplir es bien extenso.

Sin financiación garantizada, medidas regulatorias estables y seguras que hagan énfasis en la gradualidad de la diversificación de la economía, una estructura adecuada de estímulos e incentivos para que sectores empresariales e industriales se adapten sin perder competitividad y, adicionalmente, renovados acuerdos sociales, políticos y económicos, no será fácil desmontar los comprensibles recelos derivados de la improvisación, sectarismos e imposición demostrados con demasiada frecuencia por el actual Gobierno.

Todo cambia rápidamente, pero lo que está claro es que no existe una única salida ni un modelo que sea infalible para apresurar la transición.

En el preludio de la trascendental COP16, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Biodiversidad –la más importante a nivel global que se celebrará en Cali entre el 21 de octubre y el 1 de noviembre-, los ministros de Ambiente, Transporte, Agricultura y Minas envían señales de voluntad política para establecer alianzas, primero en Barranquilla, luego en la Sultana del Valle, que permitirán trabajar conjuntamente en la adhesión de compromisos, no solo asociados a los cruciales temas de la transición energética, también sobre la aún incierta reactivación económica.

La descarbonización de la economía no tiene vuelta atrás. Colombia se puso como meta reducir en un 51 % sus emisiones de gases de efecto invernadero para 2030 y ser un país carbono neutral en 2050, términos establecidos por el gobierno del entonces presidente Iván Duque. El actual Ejecutivo ha puesto su propio acento en nuevos derroteros para hacerlos viables.

Persistir en el proceso es imprescindible como también lo es distanciarse de resultados efectistas que no sean consecuentes con complejidades inherentes a nuestra dependencia de energías no renovables.

Afrontemos el reto colosal de la transición energética sin perder de vista que la ecuación no será sencilla. Por un lado, se necesitan cuantiosas inversiones, más alianzas entre el sector público y privado, coordinación entre los distintos niveles de la administración central y territorial para cerrar las brechas de desigualdad regional, y, en últimas, menos banderas ideologizadas y más rigor técnico. Y, por otro, hace falta liderazgo del Gobierno y del Congreso, actuando juntos, para que con sensatez tomen decisiones que sean palanca de oportunidades y beneficios para todos.

Indispensable asumir que el desarrollo del país, su seguridad y soberanía energética no pueden quedar al vaivén de un libreto sacrosanto impuesto por unos cuantos. Así que dosis de realidad ante los inminentes riesgos porque en Colombia lo urgente suele ser enemigo de lo importante.