El fallecimiento de Julián Cantillo Pineda, estudiante del programa de Licenciatura en Lenguas Extranjeras de la Universidad del Atlántico, hace una semana en el interior del centro académico, ha vuelto a poner el dedo en la llaga sobre el estado de salud mental de nuestros niños y jóvenes.
Este doloroso suceso, el segundo que se registra este año en esa sede norte tras la muerte en similares circunstancias de una alumna de Contaduría Pública, eleva la exigencia a las directivas de la institución para que refuercen el acompañamiento especializado a los miembros de la comunidad universitaria. Al unísono, los estudiantes reclaman que se priorice la contratación de más profesionales, como sicólogos y siquiatras, que les garanticen atención oportuna a demanda.
Citas programadas a dos meses cuando una persona atraviesa una crisis de ansiedad o depresión es, por decir lo menos, insensato. Resulta fundamental que cuanto antes se fortalezca el sistema de alertas tempranas para que los profesores sean capaces de identificar ideaciones suicidas o conductas de riesgo. Es indispensable dejar de buscar el calor entre las sábanas, para enfocar los esfuerzos hacia donde corresponde. El líder estudiantil Juan Bernardo López lo tiene claro cuando indica que “la inversión no puede estar dirigida a mallas de seguridad para que no se tiren, ya en la universidad hay muchas mallas y no protegen a los jóvenes de sus pensamientos”.
Episodios como los de estos universitarios que tomaron la lamentable decisión de quitarse la vida nos cuestionan a todos como sociedad. Por un lado, para que asumamos nuestra cuota de responsabilidad en esta crisis de salud mental precipitada tras la pandemia y, por otro, para que reflexionemos en conjunto cómo podemos contribuir a tratar el extendido malestar emocional entre adolescentes y jóvenes, expresado en rebeldías excesivas, autolesiones, trastornos alimentarios –tipo anorexia y bulimia–, ansiedad, depresión y, en el peor de los casos, en suicidios.
Por desconocimiento, negación o descuido, padres, educadores o responsables de la crianza y formación de esta población, desde que son apenas unos niños, solemos relativizar, cuando no banalizar, sus circunstancias emocionales, confundiendo con frecuencia un malestar originado en una experiencia de infelicidad por problemas cotidianos con trastornos de profundo calado que apenas notamos, pero que van erosionando su estabilidad mental hasta quebrarla del todo.
A nuestros niños, adolescentes y jóvenes, en este opresivo tiempo en el que se privilegia a toda costa el éxito y la perfección como norma de vida, no les enseñamos a fracasar, como tantas veces nosotros mismos –sus padres, abuelos o resto de seres queridos– lo hemos hecho en la vida.
Es probable que en un intento de expiar culpas por dedicarle menos tiempo a su crianza, además de atención porque estamos metidos de cabeza en el celular, los hemos sobreprotegido, asegurándoles en algunos casos una vida entre algodones. Sin embargo, también es verídico que nuestros hijos o nietos vislumbran un futuro próximo mucho más incierto que el nuestro cuando teníamos su misma edad por razones que les generan preocupación, ansiedad o miedo de fracasar. Bajo una gran presión, el falso espejo de una existencia ideal, con arquetipos de belleza inalcanzables con los que no pueden competir, que les devuelven las redes sociales hace el resto.
Etiquetar a los jóvenes como la “generación de cristal”, por ser supuestamente incapaces de tolerar la frustración o el fracaso no solo es estigmatizante, también simplifica una cruda realidad de precariedad económica, fragilidad social e incluso exclusión, que a muchos de ellos les impide acceder a formación superior, insertarse en el mercado laboral, iniciar un emprendimiento o independizarse de su familia para conformar la suya en condiciones dignas, con trabajo estable y, en lo posible, vivienda. No es mucho pedir, es una aspiración legítima a la que tienen derecho.
Sin políticas públicas sólidas y sostenibles en el tiempo que den respuesta a la crisis de salud mental, resultante en ciertos casos de historias personales con sucesos traumáticos, también de expectativas rotas, los jóvenes seguirán encallando, asumiendo cada revés diario como el detonante de su desilusión por la vida. No es así, ni antes ni ahora. Rodearlos es lo que nos toca.