¿Es posible encauzar el rumbo luego de dos años marcados por la incertidumbre, la desconfianza y la confrontación, con exceso de cansinas polémicas, imprudencias políticas y una retórica pugnaz para deslegitimar o desacreditar a críticos y contradictores en un ejercicio deliberado?
Quisiéramos creer que el presidente Petro, que anunció hace unos días que lo dará “todo” en el remate de su mandato para conseguir las metas que se trazó en agosto de 2022, trabaja en ello. Pero basta revisar el tono pendenciero de sus recientes trinos en la red X para ponerlo en duda.
Petro tiene todo el derecho de gobernar como su carácter personalista se lo dicte. Es un signo inequívoco de su identidad, tanto personal como política, pero ciertamente preocupa que el precio de hacerlo de ese modo, pasando en ocasiones por encima de la institucionalidad e, incluso de la independencia de poderes -principio esencial del Estado de derecho-, lo tengamos que pagar todos los colombianos. En la mitad de su mandato, su forma de liderar ha causado estragos.
Desde el inicio, Petro se mostró disperso, superado por sus reflexiones existenciales, más propias de un filósofo social que de un gobernante, pero la sólida coalición oficialista integrada por partidos políticos tradicionales que abrazó la bandera del cambio enarbolada por el primer presidente de izquierda de la historia se empleó a fondo para mantener cohesionada a la nación.
Pasado el tiempo, los puentes de entendimiento que unos y otros tendieron para consensuar acuerdos a favor de un país articulado se fueron desplomando, en la medida en que la suficiencia del jefe de Estado arrinconó a las voces críticas de su Ejecutivo, del Congreso, la Justicia y, sobre todo, a las del sector privado, a quienes caracterizó como los villanos de su relato victimizante.
Determinado a creer que los desaciertos que anquilosan su Gobierno tras dos años de mandato no son consecuencia de sus errores o de las impericias de su estrecho círculo de colaboradores, la leal guardia pretoriana de su proyecto político, sino de todo aquel que tiene una opinión distinta a sus convicciones ideológicas, el presidente persiste en seguir un camino sin retorno, en el que le cuesta materializar sus iniciativas más ambiciosas. Desencantado, opta por radicalizarse.
Consciente de la finitud de su tiempo, aunque menospreciando eso sí el de los demás a tenor de su intolerable tendencia crónica a ser impuntual, el jefe de Estado insiste en lanzarle al país político, económico y social su comodín del acuerdo nacional, una propuesta amorfa que no termina de estructurarse ni de ponerse en marcha. Entre otras razones, porque el mandatario –fiel a imponer su consigna, cueste lo que cueste- termina desbaratando con sus trinos u otros mensajes públicos lo que algunos de sus funcionarios intentan construir con un enorme esfuerzo.
Al presidente Petro, acostumbrado a tirar de la cuerda hasta romperla, en particular cuando se trata del sistema de controles, de pesos y contrapesos del Estado, se le amontonan las dificultades, además de las incógnitas en lo que resta de su mandato. Sin espacios para el debate autocrítico, sus dos años venideros lucen tan o más inciertos que los primeros. No le resultará fácil amortizar los riesgos ni los miedos, debido a una gobernabilidad erosionada, sobre todo en su dinamitada relación con el Congreso, una economía renqueante, la creciente desconfianza de inversionistas espantados por los cambios en las reglas de juego, una paz total sin rumbo ni carta de navegación que naufraga, mientras las estructuras criminales se hacen más fuertes en territorios a la deriva, sin dios ni ley, una burla en toda regla que salta los resortes de la legalidad.
Si en su primer año, las andanzas de su primogénito, el exdiputado del Atlántico Nicolás Petro, provocaron un cisma en la credibilidad de su promesa de cambio contra toda forma de corrupción, abuso de poder o apropiación de fondos públicos, en el ecuador de su mandato la “empresa criminal” que altos funcionarios de su Ejecutivo instalaron en la Casa de Nariño para direccionar contratos de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo (Ungrd), atenaza su margen de maniobra. Este escándalo con potencial de extenderse les pasará factura en el 2026.
A la hora de los balances, siempre es posible ver el vaso medio lleno, es la tarea de la comunicación política, también de los influencers del Gobierno que sin duda están viviendo sabroso, pero el Ejecutivo no puede pasar por alto que en una reciente encuesta menos del 30 % de los consultados piensa que el país va por buen camino. Podría ser que los demás nos equivocáramos, pero estaría bien que consideraran rectificar en asuntos gruesos de la política, la economía o la seguridad para sumar en vez de excluir o menoscabar. Es lo que urge a la mitad de un mandato que hasta ahora ha revelado que la política del cambio progresista-populista ha envejecido más rápido, y sobre todo, mucho peor que la tradicional a la que aspiraba a relevar.
Domesticar el ego puede ser un buen comienzo para entender que es un error gobernar a punta de dogmáticas imposiciones o de espaldas a quienes se les desdeña por tener visiones distintas. Ni una presuntuosa pureza moral ni el reparto de culpas solventarán la ausencia de capacidad y preparación para gestionar los desafíos de un país que reclama salidas tangibles a sus problemas.