El trabajo infantil se resiste a desaparecer de la faz de la Tierra. La razón es de Perogrullo: mientras la pobreza, exclusión o falta de acceso a la educación continúen siendo el pan de cada día para las familias más vulnerables, sus niños, niñas y adolescentes corren el riesgo de caer al abismo de la explotación laboral que poco a poco les irá arrebatando sus sueños de infancia.

Lamentablemente la punzante realidad global no da señales de mejoría para pensar que estamos cerca de erradicar esta vergüenza colectiva. Todo lo contrario. La tendencia en la disminución de menores trabajadores registrada entre 2000 y 2016, cuando hubo grandes avances –en ese entonces el número se redujo a 94 millones– no solo se frenó, sino que se disparó dramáticamente, debido al surgimiento de nuevos conflictos o guerras, crisis socioeconómicas y desastres climáticos. También detrás de este retroceso aparece la pandemia que sumió a tantos hogares en precariedad absoluta.

En la actualidad, uno de cada 10 menores de 5 a 17 años en el mundo –se estima que son más de 160 millones, 8,2 millones de ellos en América Latina y el Caribe– realiza actividades que, al margen de los peligros que conllevan para su bienestar físico, mental o emocional, son un atentado contra su dignidad. Sometidos a situaciones que se acercan a repudiables formas de esclavitud, a estos niños se les priva de alcanzar un crecimiento integral y un futuro sostenible, además de equitativo, que son indispensables en una etapa tan determinante para sus vidas.

En Colombia también pasa. Asegura el Dane que en el último trimestre de 2023, 310 mil menores trabajaban. Más del 50 % de ellos lo hace, de acuerdo con los mismos niños, porque debían “participar en la actividad económica de la familia”, “ayudar con los gastos de la casa o costearse sus estudios”. Sus respuestas no lucen espontáneas. Ningún niño de 8 años prefiere cargar ladrillos, en vez de jugar con sus amigos, que nadie nos venga con ese cuento. De modo que no es optativo que realicen labores u oficios bajo condiciones denigrantes e inhumanas que diezman sus fuerzas físicas, agotan su autoestima y destrozan toda esperanza en un futuro posible.

Cuesta entender que aún prevalezcan supuestas normas sociales que, a juicio de la Defensoría del Pueblo, “legitiman el trabajo infantil” en nuestro entorno, pese a la urgencia de proteger a la infancia. Son las mismas que validan a padres para que usen a sus hijos como reclamo para la mendicidad, invisibilizan este drama de exclusión, y convierte en perfectos hipócritas a quienes, siendo testigos de la explotación infantil, callan, no denuncian, para no meterse en camisa de once varas. A veces, todos lo somos, cuando nos falta el valor de poner la cara por estos menores.

¿Exageración? Ninguna. Muchos de ellos, sin otra opción para subsistir, renuncian –casi siempre contra su voluntad- a asistir a una escuela para recibir la formación que les permita romper el círculo de pobreza en el que se saben atrapados o deben combinar sus estudios con el trabajo en la calle, campos, en la minería o en labores domésticas en casas de terceros, donde quedan expuestos a sufrir abusos. Hasta que no entendamos que el único lugar seguro en el que los niños, niñas y adolescentes merecen y deben estar es en una escuela, aprendiendo, o en un parque, divirtiéndose, no será viable cambiar el curso de sus historias de marginación social y económica.

Tampoco habrá luz al final de este largo túnel si no se generan condiciones de trabajo formal, digno, para los padres de los menores que se ven forzados a laborar. Este es un asunto de justicia social, sobre todo, y no necesariamente de malos progenitores, aunque también los hay. Así que es responsabilidad de gobiernos, actores políticos y sociales, entre otros, abordar las causas estructurales del fenómeno para diseñar y ejecutar estrategias orientadas a cambiar paradigmas.

Este 12 de junio, Día Mundial contra el Trabajo Infantil, la Alcaldía de Barranquilla habilitó una línea de denuncias por WhatsApp –la 3216976686- que funcionará 24/7, reforzando la atención del Distrito, la Policía y el Bienestar Familiar, todo un desafío teniendo en cuenta las limitaciones de estos últimos. La campaña ‘Más das, más quitas’, liderada por Katia Nule, la primera dama, da un paso importante en el propósito superior de sacar a los menores de las calles para restituir sus derechos a educación, salud y seguridad alimentaria. Ese es el camino, sumando a sus padres, no dar una moneda a quien nos extienda la mano. Puede que ese acto de bondad alivie conciencias, pero, al final del día, no solventará un problema que necesita mucho más que buena voluntad.