La ruptura de la ‘paz política’ pactada hace casi dos años entre Gustavo Petro y Álvaro Uribe era una cuestión de tiempo. El preocupante deterioro de la seguridad en el país, en especial en el suroccidente, aceleró el inevitable divorcio entre estos dos contradictores radicales que consecuentes con su natural animadversión ideológica han vuelto por sus fueros. De momento, la ciudadanía trata de digerir la renovada hostilidad de sus mensajes, auténticos dardos envenenados, algunos lanzados en espacios académicos, en el caso del expresidente, y otros en redes sociales, foro del pugilato mediático por excelencia, en el que ambos se expresan a gusto.

El acuerdo entre Uribe y Petro, rotundos antagonistas políticos, se cocinó tras la elección de este último. Antes de su posesión, en actitud conciliadora y con demostrada habilidad para negociar respaldos, el entonces electo jefe de Estado convocó a la clase dirigente a construir un “gran acuerdo nacional”. Bajo esa bandera, se sentaron frente a frente, como si fueran viejos amigos, para enviarle al país simbólicas señales de respeto, tolerancia, voluntad política, talante democrático y hasta complicidad derivada del propósito común de recuperar consensos para construir futuro. El expresidente llamó a ser prudentes porque “no era hora de pasar facturas” y el futuro mandatario anunció que siempre habría “un diálogo entre su gobierno y la oposición”.

Esas esperanzadoras muestras de diálogo constructivo entre Petro y Uribe para gestionar sus disensos o desavenencias, “visiones diferentes de una misma patria”, en el marco de una “oposición razonable”, como calificó el expresidente su aproximación al primer gobierno de izquierda de la historia, se sostuvieron en tres ocasiones más. De ahí en adelante, los puentes de entendimiento del oficialismo, no solo con el uribismo, también con otros sectores del espectro político se han ido resquebrajando hasta romperse casi por completo. La desunión es evidente.

Poco o nada queda del espíritu moderado que conduciría la búsqueda de salidas consensuadas para superar las crisis sociales, políticas, económicas e institucionales que alteran el día a día de los ciudadanos. Será por eso que demasiados arrastran como un pesado fardo el hartazgo que les provoca la actual e inaguantable confrontación que no hay interés en resolver en atención a la lógica del rédito electoral. Estamos en campaña, la anticipó el propio Petro, de eso no cabe duda, de manera que la retórica facilista de abatir al que piensa diferente se ha vuelto a imponer.

En este contexto, Uribe, en su rol más combativo, regresa a la carga, recupera protagonismo como líder de la oposición, pero ante todo como el abanderado de una causa que nadie es capaz de asumir como él: la seguridad. Critica con dureza la quietud de las Fuerzas Armadas, según él por orden de un gobierno que “estimula al Eln a que presionen con armas una constituyente”.

Y en el culmen de su discurso conmina a la fuerza pública a proteger a los colombianos, como es su deber constitucional, “quiera o no el presidente de la República”. Afirmación que Petro recibe como una declaratoria de guerra, al punto de recordarle el alcance del delito de rebelión o de sedición, a lo que el expresidente le responde que no amague con meterlo preso. Petro dice, entonces, que Uribe lo amenazó, en su momento, con el DAS, señalamiento que desata duras respuestas de las huestes de cada bando. Y esto es solo el inicio.

Quedamos notificados. Se ha abierto un nuevo tiempo de pugnacidad en el panorama político nacional. Difícil anticipar quién saldrá victorioso, a qué sector en disputa los ciudadanos, que al final también son los electores, le otorgarán su confianza, pero está claro que asistiremos a un pulso impredecible que marcará el futuro de la nación. La ruta a seguir, en todo caso, será lo más parecido a un terreno minado con trampas ocultas por doquier que acentuarán las divisiones, también los afectados.

Mientras los ataques se intensifican con acusaciones temerarias, gestos hostiles o reclamos radicalizados del jefe de Estado que insiste en blandir la espada de su teoría de un supuesto golpe blando para desalojarlo del poder, la atención de las audiencias igual se desvía. ¿Qué pasará entonces con el estancamiento legislativo, los sucesivos escándalos de corrupción política, la demora en la ejecución del presupuesto, la respuesta institucional a las crisis que se les acumulan en distintos frentes, entre ellos el económico, el de la paz total y, sobre todo, el de la seguridad?

Ni la descalificación calculada ni el feroz insulto al oponente que, ciertamente, agudizan nuestra candente polarización política, resuelven los problemas reales. Si este Gobierno no es capaz de revertir el alarmante declive en materia de seguridad, su principal talón de Aquiles a día de hoy, la historia a futuro podría decir que esta crisis le allanó al uribismo el camino de vuelta al poder.