El llamado a juicio de la Fiscalía contra el expresidente Álvaro Uribe por soborno de testigos y fraude procesal nos ancla en un debate político, jurídico y mediático sin precedentes y con repercusiones impredecibles en nuestro ahora permanente escenario electoral –que no se olvide que ya estamos en campaña–. Entre otras razones, porque se trata de una decisión inédita en la historia del país que verá por primera vez a un ex jefe de Estado sentado en el banquillo de los acusados, algo que podría ocurrir a partir de mayo cuando se cumpla la audiencia de acusación.
También la relevancia del caso se origina, sin duda, en la dimensión política del exmandatario que gobernó a Colombia en dos ocasiones, entre 2002 y 2010, el más importante dirigente de la centroderecha de los últimos 25 años, presente, cuando no responsable a título individual y a través de su partido, el Centro Democrático, de buena parte de las decisiones que han atravesado a la nación. Más allá de los términos en los que lo perciben sus partidarios y detractores, que en ambos sentidos se cuentan por millones, resulta imposible desconocer la extensa trayectoria de servicios que ha prestado al país el expresidente que en las últimas horas emitió una declaración.
Uribe negó haber cometido delito alguno, insistió en su inocencia, en su pedido de verdad y, de manera enfática, atribuyó su llamado a juicio a “animadversiones personales, venganzas o ánimos políticos”, según él, “sin pruebas” que “permitan inferir que buscaba sobornar testigos o engañar a la justicia”. No sin antes cuestionar a magistrados de la Corte Suprema, a sus acusadores, al exfiscal Eduardo Montealagre, al ministro Iván Velásquez, a la fiscal Luz Adriana Camargo y a una serie de personas que, precisó el expresidente, le “abren las puertas de la cárcel” por suposiciones y por “la necesidad de igualar a quien no ha delinquido con quien lo ha hecho”.
En clave política, también emocional, eso fue evidente, el extenso pronunciamiento del ex jefe de Estado condensó sus apreciaciones personales sobre este enrevesado caso que arrancó 14 años atrás. En ese momento, Uribe denunció al congresista Iván Cepeda por supuesta manipulación de testigos por tratar de involucrarlo a él y a su hermano Santiago con estructuras paramilitares.
Sin embargo, el caso dio un vuelco cuando la Corte decidió no investigar al congresista, sino al expresidente por ese mismo delito. En 2020, luego de escucharlo en indagatoria meses atrás, el alto tribunal ordenó su arresto, lo que motivó su renuncia al Senado, de modo que el caso pasó a la Fiscalía General, que en los últimos tres años solicitó en dos ocasiones, y con fiscales distintos, su preclusión, la cual fue desestimada en ambas oportunidades por jueces penales del circuito.
En clave jurídica, corresponde ahora a los abogados del exmandatario demostrar su inocencia. Es decir, refutar lo que califican como mentiras e infamias, entre estas que Uribe determinó las actuaciones del abogado Diego Cadena para cometer delitos, de quien insisten obró por iniciativa propia, no en una, sino en varias situaciones. Su estrategia en el juicio se sustentará en demostrar que el expresidente no participó de ninguna manera en lo que se le imputa, porque jamás pasó.
El escrutinio público hasta conocer la verdad procesal será implacable en un juicio de extrema sensibilidad que, pese a los ánimos exaltados del petrismo y la oposición, otro inequívoco reflejo del polarizante momento que fragmenta al país, deberá contar con todas las garantías propias de un Estado de derecho.
La presunción de inocencia en este, como en cualquier otro caso, no puede ser asumida como pura entelequia. En ello radica el valor de la democracia, de la fortaleza de sus instituciones, de la separación de poderes y de la prevalencia misma del ordenamiento jurídico.
Como antes, como ahora, dependiendo del crisol con el que se mire, el caso vuelve a estar signado por señalamientos de politización de la Fiscalía, lo que añade más presión a dos escenarios que se avizoran en el horizonte.
Por un lado, una eventual prescripción que reputados penalistas, conocedores de la congestión judicial y de los términos procesales estiman inevitable debido a que el 8 de octubre de 2025, justo seis años después de la indagatoria de Uribe, se daría. Y, por el otro, es el propio expresidente quien alborota el avispero al decir que su caso haría parte de un acuerdo de paz total o de una ley de punto final, lo que dibuja un retrato aún más incierto.
No es aventurado señalar que el país aboca este juicio con un notorio desgaste político y judicial. En consecuencia, como ha hecho el presidente Petro, cuando dice que “se mantendrá lejos” de las intervenciones de la justicia, es imprescindible que ningún actor institucional trate de politizar un asunto que es jurídico y no tiene aún veredicto.
Tampoco a nadie se le escapa que cualquier cosa que ocurra tendrá consecuencias que podrían hacer aún más tirante la convivencia armónica en el país. Se anticipan días complicados, aunque la verdad es que ya nunca nos faltan.