Como sucede con buena parte de los asuntos propios de nuestro acontecer cotidiano, los controles por el uso de los vidrios polarizados, entintados u oscurecidos en los vehículos particulares se ha convertido en el nuevo foco de controversia nacional. En cuestión de días el debate ha escalado entre usuarios, autoridades y hasta representantes de sectores políticos que se han posicionado a favor y en contra de una medida vigente desde hace más de 20 años, amparada en resoluciones del Ministerio de Transporte y de la Dirección de la Policía Nacional.

En el fondo de esta discusión aparece un elemento común: el deterioro de la seguridad en las principales ciudades del país retratado en una serie de impactantes hechos de robos, agresiones, crímenes u otros delitos que se divulgan con una gran velocidad a través de las redes sociales y los medios de comunicación y que han alterado por completo la tranquilidad de sus habitantes.

Nada más cierto que cada quien es dueño de su propio miedo, de manera que muchos de los que defienden el polarizado en los vidrios de sus carros argumentan que es una herramienta de protección personal o familiar, una manera de disuadir a los delincuentes de los que dicen, los acechan en las calles, mientras hacen el pare o en semáforos. Es el sentir, la vivencia de la gente.

También están los que por razones de salud deben evitar a toda costa la exposición al sol cuando se desplazan en sus vehículos. Aún más, en climas cálidos, como el de Barranquilla, el resto de la región Caribe, Cali u otros territorios sometidos a temperaturas insufribles, el vidrio polarizado no corresponde a un reclamo presuntuoso, sino a una necesidad imperiosa para tratar de mitigar afectaciones e incomodidades, sobre todo en los niños, adultos mayores o en personas enfermas.

Si se acreditan los factores de seguridad o de salud, como lo establece la reglamentación vigente, y se paga el derecho de circulación, que para la primera vez tiene un valor de $866.666 por dos años, la Policía Nacional es la única entidad encargada de realizar el trámite, incluida la revisión técnica, y de expedir el permiso. Sobre el papel, el procedimiento parece expedito, pero las quejas ciudadanas sobre la diligencia o eficacia de la institución dejan mucho que desear, así que valdría la pena que revisaran cómo abordan las solicitudes justo cuando la demanda aumenta.

Ahora que la Seccional de Tránsito y Transporte de la Policía Metropolitana de Barranquilla anuncia controles para verificar la reglamentación de los polarizados de los vehículos mediante el uso de fotómetros o luxómetros –los medidores de la opacidad del polarizado para reconocer si cumple o no con lo previsto en las resoluciones-, la polémica se anticipa garantizada. Y es que no hace falta ejercer de abogado del diablo para afirmar que la actual crisis de seguridad, por un lado, y el caluroso clima del Caribe con su implacable rayo de sol, por el otro, nos sitúan en un conflicto fáctico ante la norma y la realidad social que será, como hasta ahora, difícil de cumplir.

¡Seamos francos! ¿Cuántos vehículos circulan hoy en Barranquilla o municipios del Atlántico con vidrios polarizados y sin permiso? Seguramente son miles, pese a la multa de $345 mil prevista por la resolución. ¿Lo seguirán haciendo? Difícil saberlo. Lo cierto es que este debate tiene tanto de largo, como de ancho, porque las circunstancias que propician el uso del polarizado no ofrecen señales de variar. No, al menos, respecto al clima por mucho que nos deleitemos en una Barranquilla de ‘Lluvia con nieve’. Sobre la inseguridad, no es percepción, sino un problema real que golpea a la gente que demanda soluciones posibles, no solo mensajes bienintencionados o cargados de buenismo. Las preguntas llegan de todas partes, están hechas. Faltan las respuestas.

Entendiendo que la Policía debe cumplir con su deber, terrible sería que no lo hiciera con el rigor e integridad que se le demandan, sí convendría analizar los pros y contras de ejercer controles aquí, como han hecho otras capitales, entre ellas Cali, donde se decidió que no se aplicarían. En un mundo ideal la norma y realidad van de la mano. Pero no estamos en ese espacio idílico, sino en lo más parecido a una jungla de cemento donde se debe apelar al pragmatismo para sobrevivir.