La Cámara Colombia de Infraestructura (CCI) ha hecho saltar las alarmas sobre un asunto que causa enorme preocupación nacional y frente al cual, no se conoce posición oficial del Gobierno de Gustavo Petro. Su presidente ejecutivo, Juan Martín Caicedo, lanzó serias advertencias sobre el decreto de liquidación presupuestal de 2024, en el que se omitió, nada más y nada menos, la desagregación de $12,5 billones que en el Presupuesto General de la Nación, aprobado por el Congreso de la República en 2023, estaban destinados a financiar proyectos de infraestructura.

En líneas generales, si esta situación de inédita ocurrencia, motivada por razones que haría bien en explicar el ministro de Hacienda, Ricardo Bonilla, no se enmienda con prontitud, desencadenaría una parálisis en el desarrollo de la infraestructura de transporte y la pérdida de confianza de inversionistas nacionales y extranjeros.

Por un lado, se habla de 65 proyectos del Invías y 24 de la ANI, 57 de ellos declarados de importancia estratégica nacional, que se quedarían sin recursos asegurados para su ejecución. De modo que ante la imposibilidad de pago, las obras en curso se tendrían que suspender, como dice la cámara ya ocurre “con las actas de las intervenciones realizadas en enero de este año”.

Por el otro, el ministro Bonilla ha anticipado que en virtud de decisiones discrecionales del Ejecutivo solo se garantizaría el pago de recursos de vigencias futuras para los contratos suscritos, según el ritmo o avance de la ejecución física de los proyectos. Es de suponer que algunos de ellos tan importantes como la Primera Línea del Metro de Bogotá, con evidentes retrasos de público conocimiento, se quedarían en vilo. Así que: ¿Qué tan conveniente y legal es esta consideración?

Lo que ha trascendido a cuentagotas es que estas determinaciones hacen parte de “un ejercicio de priorización” solicitado por el jefe de Estado al ministro Bonilla que no descarta renegociar las vigencias futuras. O lo que es lo mismo, cambiar las reglas de juego que causa inquietud, por decir lo menos, en el sector de la infraestructura. Razones de sobra tienen para sentirse así.

Hasta ahora, la no expedición del decreto en cuestión ha provocado suspensión de contratos y de procesos licitatorios, a cargo de Invías, relacionados con el mantenimiento rutinario de todas las vías nacionales no concesionadas, lo que pone en riesgo el normal funcionamiento de relevantes corredores viales, como el túnel de La Línea, cuyo contrato acabará en marzo próximo.

Asumimos que el ministro Bonilla y su homólogo de Transporte, William Camargo, dos funcionarios con demostrado perfil técnico y dilatada experiencia en estos asuntos, tienen pleno conocimiento del actual impacto y de las consecuencias futuras de esta omisión que, adicionalmente, ha impedido recontratar a personal para la ANI e Invías, desde diciembre pasado. No está de más preguntar, si alguien se encuentra cumpliendo esas labores a día de hoy.

Como si no fuera complejo lo que se avizora en el sector infraestructura por las modificaciones al documento original, al que le metieron mano en la Casa de Nariño, otros sectores como el de la Educación sufriría un tijeretazo de medio billón de pesos para respaldar universidades públicas y el mismo Ministerio de Hacienda no tendría cómo responder asignaciones previstas por casi $2 billones para el manejo de los sistemas férreos y de transporte masivo en el territorio nacional.

El debate que se avecina, tras el inicio de sesiones ordinarias en el Congreso esta semana, podría desatar una nueva tormenta en el interior del Ejecutivo. La no inclusión, al parecer deliberada, de varias partidas en el decreto de liquidación o una eventual reducción de sus montos, pese a lo aprobado por el Legislativo, se considera una violación de la normatividad vigente y una trasgresión del principio de separación de poderes que allana el camino a conflictos y demandas.

Ante probables riesgos por falta de claridad en la destinación específica de estos recursos, lo que dificulta su vigilancia y los deja expuestos a la voracidad clientelista de la politiquería tradicional, el Gobierno debe ser riguroso y transparente. No hacerlo, sería una torpeza política, además de un equívoco sin fundamento técnico, que daría sustento a versiones sobre la cuenta de cobro que el presidente le haría pagar a regiones con liderazgos distintos al suyo. Por mucho que su bandera sea la del cambio, el jefe de Estado no puede desconocer que las normas se cumplen o se modifican, pero no es posible saltárselas porque sí. Un asunto de principios que vale para todo.