Las paradojas del hambre en Colombia terminan siendo demoledoras. Cada día de 2023, 69 niños menores de cinco años han sido diagnosticados con desnutrición aguda, de modo que a esta altura del año son 20 mil, cifra que en el acumulado de los últimos tiempos supera los 560 mil. Escandaloso, por decir lo menos.
Mientras el temor a no llevarse nada a la boca aprieta entre los más vulnerables, casi siempre grupos étnicos, víctimas del conflicto, población migrante u hogares con jefatura femenina, cantidades ingentes de alimentos se pierden o desperdician. Para ser más exactos, Ábaco, la organización que convoca a 24 bancos de alimentos del país, estima que anualmente 9,7 millones de toneladas de comida se tiran a la basura, sí de manera literal.
De poco o nada nos valen las consabidas frases de cajón sobre la riqueza o el potencial de nuestros recursos, cuando los reportes oficiales nos indican que más de 231 menores de primera infancia han fallecido este año por causas asociadas a la desnutrición. O lo que es igual, al hambre: ¡casi 6 por semana! Promedio tan aterrador como inaceptable que nos debería indignar a todos y que, además, es una vergüenza, un descrédito, para las autoridades responsables de que esto no ocurra.
Como antes, como ahora, seguimos fracasando en la implementación de políticas públicas que superen la persistente y calamitosa situación de inseguridad alimentaria grave o moderada, que se ensaña especialmente con los departamentos del Caribe. Devasta saber que 103 niños y niñas de cero a 5 años han muerto en La Guajira, Cesar, Bolívar y Magdalena, en 2023.
Entre 17 y 20 millones de personas pasan hambre en Colombia. Las cifras, descomunales en sí mismas porque equivalen a una tercera parte del país, varían dependiendo de la entidad que las entregue: el Programa Mundial de Alimentos (PMA) o la misma Ábaco.
Pero más allá de estos datos preocupantes que demandan decisiones políticas focalizadas para invertir más y mejor en seguridad alimentaria, transferencias de renta o en entrega de subsidios a los más pobres, la realidad nos demuestra cómo los hogares en general sobreviven a punta de estrategias ‘de guerra’ para encarar la falta de recursos que les impiden acceder a una dieta saludable.
Algunos limitaron su consumo a dos o una ración por día, otros renunciaron a adquirir productos básicos y muchas madres cabeza de familia redujeron sus porciones a favor de sus hijos más pequeños.
La precariedad económica estructural de hogares vulnerables, la irresoluble crisis de otros que vieron cómo sus ingresos se desplomaron por distintas razones, sumada a aquellos que aún no superan circunstancias derivadas de la pandemia y de los que se endeudan a diario para dar de comer a sus miembros, contrastan con el inconcebible desperdicio de comida al que asistimos sin pudor.
Cumpliendo una labor quijotesca, rescatando todo lo que pueden para convertirlo en raciones útiles que mitiguen el hambre de los más necesitados, aparecen los indispensables bancos de alimentos. Solo este año han entregado más de 13 millones de raciones que han beneficiado a 305 mil personas en situación de inseguridad alimentaria. Solidaridad ejemplar que nunca es suficiente debido a la creciente demanda de personas u hogares que por su extrema pobreza no tienen con qué pagar sus alimentos, por lo que dependen de los demás para subsistir.
Cuesta entender cómo por inadecuados planes de abastecimiento que equilibren la oferta y la demanda o porque no existen buenas vías terciarias para su transporte se pierda en la producción agropecuaria el 40 % de alimentos, como frutas y verduras. No menos perturbador es el despilfarro en los hogares, donde se vencen productos sin que nadie lo note. Ni hablar de lo que pasa en restaurantes. Hace falta mucha conciencia, además de planificación, organización y consumo racional para evitar que la comida que otros necesitan termine en los basureros.
Cada gesto cuenta, pero en el fondo lo que se requiere son políticas nacionales de prevención, lideradas por gobiernos, sectores productivos y organizaciones de la sociedad civil, para luchar contra el desperdicio de alimentos, que también es una forma de enfrentar el hambre y la emergencia climática.
Si los argumentos morales no son suficientes para encarar este problema de alcance humanitario, actuemos de forma estratégica para garantizar el acceso adecuado a los alimentos a tantos que en nuestro país, y no es una exageración, están al borde de la hambruna.