En el capítulo de las violencias de género por razones del conflicto en Colombia aparecen múltiples perpetradores, pero un solo dolor: el de las víctimas. En los últimos 60 años, más de 35 mil personas, cifra simbólica porque la realidad de nuestra guerra inacababa la debe superar con creces –casi todas mujeres, eso sí– han sido objeto de aberrantes crímenes sexuales y de violencia reproductiva cometidos por prejuicio, motivados por la orientación sexual, expresión y/o identidad de género diversa.

Muchos cuerpos convertidos en campos de batalla por los actores de la contienda, en el caso de las y los sobrevivientes, aún conservan los impactos de las atrocidades sufridas. Vidas destrozadas o destruidas que merecen ser restauradas con dignidad.

En este universo extremadamente complejo, de abusos sistemáticos, tan continuos que terminaron por ser naturalizados, cuando no encubiertos por los más altos círculos de poder, la Jurisdicción Especial para la Paz ( JEP), tras la apertura de un nuevo macrocaso, el número 11 de su quehacer investigativo, asume la responsabilidad histórica de dar orden y contexto a la descomunal cantidad de actos criminales denunciados por las víctimas.

Su abordaje en un asunto de trascendencia nacional, demandado además con insistencia por un sinnúmero de sectores, facilitará el esclarecimiento, juzgamiento y sanción de los máximos responsables de estos hechos crueles. Si no se pone fin a su persistente impunidad, no será posible reconocer el sufrimiento de las víctimas, tampoco habrá cómo resarcirlas, ni se darán los pasos indispensables para erradicar esa narrativa de deliberada discriminación, sometimiento y desigualdad ligada al conflicto.

Sea como táctica de guerra, tortura, terrorismo o represión, esta barbarie crónica derivó en incontables violaciones, agresiones, desplazamientos, amenazas de muerte, situaciones de esclavitud sexual, abortos, esterilizaciones forzadas y otras repudiables formas de violencia sexual y de género.

Pese al subregistro y al vacío de información, reconocidos por la JEP de cara al proceso judicial, la evidencia recopilada indica la responsabilidad predominante de grupos paramilitares: 33 %, frente a menos de un 6 % atribuido a las extintas Farc y un 3 %, a agentes del Estado. Todavía en más de un 30 % de las denuncias se desconoce la identidad del victimario.

El desafío que emprende la JEP resulta extenuante, pero imprescindible. Sabe a poco todo lo que se haga para visibilizar esta tragedia que ha dejado secuelas físicas y sicológicas en niñas, mujeres, hombres gais, mujeres lesbianas y personas trans.

Usados como arma de guerra por los distintos actores, con fines militares, políticos, en la disputa de territorios, como castigo, a modo de sanción, o para demostrar masculinidad, concebida como un estatus que se posee en las filas y que debe mantenerse a través de violencias. Es la lógica de lo absurdo, tan inherente a la irracionalidad de la guerra en la que desaparece la ética colectiva, para dar paso a lo peor de la naturaleza humana, como lo hemos visto en las audiencias de reconocimiento de la misma JEP.

Las conductas, aunque tengan contextos similares, se han planteado de manera diferenciada en tres líneas de investigación. Una se ocupará de los crímenes cometidos por los entonces miembros de las Farc contra civiles: por un lado, población diversa, y por otro, niñas, adolescentes y mujeres adultas, casi todas víctimas de violencia sexual.

Un segundo subcaso se detendrá en la violencia basada en género contra civiles cometida por la Fuerza Pública, y en el tercer patrón, se indagará por casos de violencia sexual, de género y reproductiva dentro de las filas de las Farc y la Fuerza Pública. En este último apartado, las denuncias proceden de jóvenes abusados por superiores y compañeros, mientras prestaban su servicio militar, en el Ejército.

La guerra nos ha deshumanizado, eso sin duda. Como si fuera un espejo, la esperada intervención de la JEP en este caso nos reflejará la imagen de las brutales desigualdades de carácter estructural que han abonado durante décadas la violencia sexual y de género en Colombia. Entender que estas no son aceptables ni deseables es parte de un nuevo y necesario contrato social al que debemos apostar todos para defender sin ambages que la equidad entre mujeres y hombres, con educación y valores, no solo leyes, es un primer peldaño para alcanzar la paz y acabar con ese mundo a ratos tan misógino, incivilizado y miserablemente dañino con las niñas y las mujeres.