Las descomunales tragedias de Libia, por el paso del ciclón Daniel, y de Marruecos, tras el devastador terremoto del pasado viernes, tienen muchas más cosas en común que una larguísima estela de muerte y destrucción. Estas catástrofes de magnitudes inimaginables han puesto en evidencia no solo las condiciones de absoluta pobreza de comunidades asoladas por la fuerza de la naturaleza. Lo sucedido, con apenas días de diferencia, también ha confirmado la fragilidad democrática o la orfandad institucional de naciones sometidas al vaivén de desgobiernos caóticos o de regímenes autoritarios que han demostrado su inacción e incapacidad de reaccionar ante el dolor de su pueblo. Su respuesta a la crisis ha sido lamentable.
Las inundaciones en varias ciudades libanesas, especialmente en la costera Derna, tras la ruptura de dos represas, provocada por el impacto de la tormenta, suman hasta ahora 7 mil muertos y 10 mil desaparecidos. Pavoroso. Sería una torpeza atribuir toda la responsabilidad de este hecho tan doloroso a la emergencia climática que ciertamente ha alterado las dinámicas de fenómenos meteorológicos, que son cada vez más extremos y frecuentes. Es una paradoja que esta nación de la región del Magreb, en el norte de África, con las reservas de petróleo más importantes de ese continente y las novenas a nivel mundial, no sea capaz de destinar recursos para cuidar de su infraestructura. En este caso, para hacer mantenimiento a las represas que en un avanzado estado de deterioro colapsaron ante el ímpetu de Daniel. Desastre anunciado, como tantos otros.
No cabe duda de que la verdadera tragedia de Libia es su exacerbada violencia. El desalojo del dictador Muamar el Gadafi, en 2011, durante el fragor de la Primavera Árabe, desencadenó una oleada de sangrientos conflictos entre facciones rivales que terminaron por partir el país en dos grandes zonas, generando una inestabilidad que resulta todavía más evidente bajo las actuales circunstancias. A falta de uno tienen dos, pero ni el primer ministro que controla el occidente o el del oriente dan la cara ni ofrecen una respuesta unificada a este desastre de proporciones épicas que no para de crecer por la vulnerabilidad del sistema de salud, de atención de desastres o de lo que sea. Ahora que el mar ha empezado a devolver los cadáveres de las miles de víctimas, los organismos de socorro se lamentan, incluso de la falta de bolsas de plástico para recogerlos. Más de lo mismo en el sur de Marruecos, donde son cerca de 3 mil los muertos.
Claro que en esta catástrofe la paradoja corre por cuenta del gobierno del reino de Mohamed VI, que únicamente permitió el ingreso al país de equipos de búsqueda y rescate de Reino Unido, España, Qatar y Emiratos Árabes, mientras habitantes de las aldeas más remotas siguen sin recibir asistencia humanitaria tras el potente terremoto. Ni Francia, ni Estados Unidos, ni su vecino Argelia, que alzaron la mano para ayudar fueron autorizados. Decisiones derivadas de la geopolítica, justificarán algunos, tan indolentes como incoherentes ante el sufrimiento colectivo. Aunque si de apatía se trata, la demostrada por el propio monarca es antológica: tardó cuatro días en aparecer en público, tras la tragedia. Ni se esperan ni se piden explicaciones.
Sin sus altas instrucciones reales, como se le conoce a sus determinaciones, el Estado no funciona: el jefe de Gobierno solo acata sus órdenes. Sí, Marruecos no es Libia, válido, pero estos espantosos desastres los hermanan de alguna manera, porque revelan lo lejos que están de alcanzar estándares democráticos, cuando no de humanidad. Pensando con el deseo, cabría aspirar a que la partida de tantas personas sea un revulsivo que acelere cambios en el nivel de vida de quienes habitan estas naciones que en su gran mayoría permanecen sumidos en el abandono de sus líderes. También de la comunidad internacional que suele mirar hacia otro lado, calculando con marcados intereses geopolíticos el momento de incursionar. Asumiendo que no tienen nada que esperar, porque a eso se han acostumbrado, los sobrevivientes de estas catástrofes continuarán ocupándose, como hasta ahora, de llorar su dolor y enterrar a sus muertos. Guardadas las proporciones, la verdad es que no nos es tan ajeno lo que por allá viven.