La expulsión del exjefe paramilitar Hernán Giraldo Serna de Justicia y Paz, decisión acertada que anunció esta semana el Tribunal Superior de Barranquilla, nos ha estrellado en la cara todo el horror de la violencia sexual que se ha ensañado contra los menores de edad en Colombia durante décadas. Difícil dar una cifra exacta porque muchos de ellos, por voluntad propia u obligados por sus despiadados verdugos, ahogaron en el silencio o en el olvido su inconmensurable dolor. Sin embargo, no es aventurado estimar que serían miles de niñas, niños y adolescentes los que pasaron a la historia de este país como las víctimas más inocentes, más indefensas y más olvidadas de un pavoroso conflicto que arruinó sus vidas inexorablemente.
Casi nunca, casi nadie habla de esta página tan monstruosa de nuestra historia, pero no por ello deja de ser parte central de la atrocidad inacabada que ha significado para todos la guerra que nos lacera a diario. Que esta no sea otra ocasión perdida para destapar las verdades ocultas durante años sobre las perversas complicidades entre abogados, proxenetas, funcionarios del Inpec y de otros poderes públicos que por dinero accedieron a servirle en bandeja al exjefe del Frente Resistencia Tayrona del Magdalena la candidez de niñas sometidas a sus aberraciones.
Los desgarradores testimonios de cuatro menores, algunas tenían apenas 12 y 13 años cuando fueron convertidas a la fuerza en las esclavas sexuales de Giraldo resultaron determinantes para su exclusión de la justicia transicional que otorga beneficios jurídicos a paramilitares que se acogieron a la Ley 975 de 2005. Los vejámenes documentados con profusión se cometieron en las cárceles Modelo de Barranquilla e Itagüí, en Antioquia, entre 2007 y 2008, cuando ya desmovilizado se había comprometido a no delinquir más. ¡Mentira! El tribunal comprobó que lo siguió haciendo de forma descarada ante la mirada de un Estado que actúo como su secuaz.
Sin el monstruo cerca, tras su extradición a Estados Unidos, ni su séquito de crueles cómplices ‘cazando’ niñas campesinas e indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta e ingresándolas mediante sobornos a prisiones para satisfacerle su voracidad sexual, lo más espantoso del suplicio había cesado. Pero comenzaban otros, tanto para las que se quedaron embarazadas, como para las que padecieron y aún lo hacen secuelas físicas y traumas emocionales. Algunas veces revictimizadas por un entorno hostil que nunca garantizó su protección ni se interesó en ellas; otras amenazadas por el círculo de Giraldo han gastado sus vidas tratando de sanar.
El reconocimiento que hace el Tribunal de los aterradores abusos consumados por su depredador cuando estaba preso rompe el halo de indiferencia que se cerró sobre su tragedia individual y colectiva, alienta su titánica lucha para reconstruir su dignidad pisoteada y alivia de alguna manera su interiorizada aflicción, pero es imprescindible ir más allá. Es una cuestión de mínima justicia, absoluta verdad e indispensable reparación. Si el Estado no las garantiza no será posible evitar que vuelvan a ocurrir. ¿O es a eso a lo que estamos condenados? ¿A no guardar ninguna esperanza en el futuro? Acabemos con tanta hipocresía. Mientras no se actúe con realismo, con crudeza cuando haga falta, niñas, mujeres y población diversa seguirán siendo despojadas de su dignidad por nuevos victimarios acostumbrados a hacer de las violencias un asunto cotidiano.
Son demasiadas las irregularidades constitutivas de graves delitos que quedaron al descubierto en este caso que no se puede pasar página. ¿Qué tanta responsabilidad penal y disciplinaria le caben a directivos y guardias del Inpec que naturalizaron las violencias sexuales contra las menores que entraban a las cárceles para ser abusadas durante horas por Giraldo? Lo menos que se podría esperar es que la Fiscalía y la Procuraduría asuman un papel relevante para determinar responsabilidades. Para las víctimas, la verdad siempre será una cura para su irremediable dolor.
Todo esto es lo suficientemente expresivo de una infamia disfrazada de estrategia de guerra, dominación o sometimiento que clama justicia. Cada día se le hace más tarde a la JEP para dar apertura formal a un macrocaso que investigue con prioridad la violencia sexual en el conflicto. El Estado, sus instituciones, la sociedad entera, se lo deben a las víctimas, a las de Giraldo, y a las de tantos otros minotauros, tan bestias como él, devoradores de niñas y mujeres, a quienes la impunidad ha invisibilizado históricamente. ¡Venzamos el miedo, basta de silencios!