La captura de Nicolás Petro Burgos, el hijo mayor del presidente de la República, Gustavo Petro Urrego, sacude la escena política del país, como nunca antes. Incontestable.
Por si acaso, alguien lo pone aún en duda, bien sea por ingenuidad o cinismo, encaramos una situación inédita por quién es el detenido y por la gravedad de los hechos investigados por la Fiscalía General, que le imputará cargos por lavado de activos y enriquecimiento ilícito y solicitará medida restrictiva de su libertad.
No está claro cómo este cataclismo impactará la gobernabilidad del jefe de Estado, el proyecto político encarnado por el Pacto Histórico a solo tres meses de las elecciones regionales o la normalidad institucional de la nación, pero indudablemente esta tormenta perfecta que se abate sobre el Ejecutivo añade dosis de un singular dramatismo a las circunstancias en extremo complejas con las que debe lidiar a diario el Gobierno del Cambio.
Por mucho que el primer mandatario se hubiera pronunciado de forma oportuna, coherente con su dignidad, demostrando absoluto respeto por la independencia de poderes, ofreciendo a la justicia todas las garantías de que no intervendrá ni presionará sus decisiones e intentando zanjar cualquier ambigüedad de su posición personal e institucional, la captura de su hijo Nicolás alarga la inquietante sombra de desconfianza que ha venido configurándose en los últimos meses sobre la posible financiación irregular de su campaña a la Presidencia de la República en 2022.
Lo sucedido con el diputado del Atlántico, no solo por su inquebrantable vínculo familiar, sino también por su dimensión de líder político del progresismo en el departamento y la región Caribe, se ha convertido en un trastorno para la imagen del actual Gobierno y, en particular, para el jefe de Estado, puesto a prueba por razones obvias.
Es cierto que Petro, en su doble condición de presidente y de padre, pidió investigar en derecho este novelón que tiene todos los indicios de acabar peor que mal, pues también tiene que solicitar se aclare cualquier cuestionamiento sobre la transparencia de su elección para evitar que siga siendo fuente de perturbación para el país.
Desde que se desveló este escándalo, azuzado luego por los señalamientos del exembajador Armando Benedetti, se han quedado estampadas en la retina de quienes apostaron su futuro por un Gobierno libre de corrupción, de malas prácticas o de todo aquello que pusiera en tela de juicio su honorabilidad, las graves denuncias sobre opacos aportes que se habrían hecho a la campaña a cambio de supuestos favores políticos o judiciales.
En la versión de la también capturada Daysuris Vásquez, exesposa de Nicolás, son centenares de millones de pesos entregados por Samuel Santander Lopesierra, el exnarcotraficante conocido como ‘el Hombre Malboro’ y por el cuestionado Alfonso ‘el Turco’ Hilsaca, los que terminaron en su casa, escondidos en maletas, y con los que el diputado se quedó para su aprovechamiento personal.
Para nuestro sistema de justicia el desafío se presenta excepcional. La relevancia de este caso, en el que se ven involucrados el hijo del presidente y su exnuera, le exigirá demostrar toda su independencia e imparcialidad. Al asomarse a lo que se viene, resulta lógico prever que habrá desarrollos adicionales, seguramente con nuevas capturas.
Seguiremos navegando en esta aguas agitadas quién sabe por cuánto tiempo, por lo que el presidente Petro deberá dar lecciones de ecuanimidad presentando una terna para el cargo de Fiscal General rigurosamente imparcial, so pena de que se profundice aún más la brecha de desconfianza en la política y en las instituciones que afrontamos a tenor de la impunidad, inmoralidad e inequidad que nos consumen por dentro.
En sus horas más bajas, tras esta detención, el progresismo en el Atlántico se desdibuja todavía más. La coalición del oficialismo, que venía dando tumbos, desunida y, aún peor, en una disputa fratricida por el poder retratado en la rebatiña de los avales, recibe un duro golpe. Quienes aspiraban a convertir las elecciones regionales en un referendo a favor del Gobierno y de la figura del presidente Petro lo tienen cuesta arriba. Y ni hablar de lo que podría ocurrir en el Congreso, donde el tren de las reformas sociales no arranca por la evidente falta de consensos. Se sabía.
Petro hijo debe responder por sus actuaciones equívocas; Petro padre soporta el descrédito personal y político de su primogénito. Difícil. Ambos aparecen casi un año después del ascenso del progresismo al poder contenidos de manera distinta en una misma palabra: corrupción. Sus actuaciones marcarán en lo sucesivo el camino de una Colombia que les reclama sosiego.