Si Colombia nada en un mar de coca, expresión que desde hace años ha hecho carrera en el país, también toca reconocer que naufragamos en un mar de corrupción, hasta ahora sin remedio.

El primer mapa de impunidad presentado por el secretario de Transparencia de la Presidencia de la República, Andrés Idárraga, hay que entenderlo como lo que es: un ejercicio indispensable de descarnada franqueza que nos confronta con una de nuestras peores vergüenzas.

El análisis revelado en las últimas horas recabó y consolidó los datos del estado de denuncias asociadas a corrupción administrativa formuladas entre el 2010 y lo corrido de 2023. Sus alarmantes resultados no dejan dudas de cómo mafias bien orquestadas de los sectores público y privado se han feriado a manos llenas los recursos de la nación hasta enriquecerse de manera impúdica. O lo que es lo mismo, hasta arruinar a los más pobres de los pobres de territorios distantes de los centros de poder, cuyos presupuestos terminaron convertidos en su caja menor. Vaya cinismo.

Quienes roban, desfalcan y saquean, a quienes les asiste una impresionante capacidad de reciclarse cada cierto tiempo, son los mismos que luego montan indestronables estructuras de impunidad para eludir o defraudar la actuación de la justicia. Se las saben todas y las que no, se las inventan.

Corruptos y corruptores se tapan con la misma cobija para seguir su desmadre. El mapa elaborado por Idárraga da cuenta de 57.583 denuncias en el lapso evaluado. En el detalle salta a la vista la corruptela generalizada que nos consume. De las quejas formuladas ante autoridades competentes, el 77,15 % se encuentra en indagación, el 89,7 % no produjo capturas y en el 93,99 % de los casos, casi en el 94 % no se emitió condena.

A la luz de estos datos cabe preguntarse, ¿por qué los procesos de denuncias por delitos administrativos -entre los más recurrentes están peculado por apropiación, contrato sin cumplimiento de requisitos legales, concusión y cohecho por dar u ofrecer- se estacan durante años, apenas avanzan en los organismos correspondientes o, en gran medida, acaban prescribiendo sin resolución alguna?

No se trata de pensar mal buscando acertar, pero con los muchos antecedentes que existen: Odebrecht, Reficar, Agro Ingreso Seguro, los carteles de la hemofilia y del sida en Córdoba o el carrusel de la contratación en Bogotá, resulta escandaloso que la aplicación de la justicia sea de un escaso 6 % en casos de corrupción vinculados a la administración pública, en la que sus recursos no solo son sagrados, sino escasos para atender el descomunal volumen de necesidades de la gente, en particular de los más vulnerables.

De hecho, los departamentos con demostradas evidencias de estar hundidos en este mar de impunidad por corrupción, según el mapa, son también los que tienen a buena parte de su población en precariedad socioeconómica: Guaviare, Guainía, Vaupés o Putumayo. En el Caribe están San Andrés, La Guajira, Bolívar, Córdoba y Sucre. Aunque siendo precisos, de los 32 departamentos 20 exhiben un penoso índice de impunidad superior al 95 % y 12 están entre el 94,9 % y el 90 %. Que entre el diablo y escoja.

Mientras la justicia no ofrezca respuestas efectivas a este quiebre moral de país, ni corruptos y corruptores entonen un honesto mea culpa, asumiendo responsabilidades con absoluta autocrítica, continuaremos a la deriva o celebrando el regreso a la libertad de condenados por estos delitos, como ocurrió con el exsenador Bernardo ‘el Ñoño’ Elías. Claro que la vida es de segundas oportunidades, pero exaltar a quien vulneró la confianza ciudadana desde su ejercicio público al servicio de la democracia envía a la sociedad un mensaje nefasto que se convierte en un validador de la corrupción. Quienes se quejan de este abuso y, aún peor, lo padecen no deberían avalarlo.

Que sea una lección aprendida. Ni negacionismo, ni actitudes reactivas que ponen el foco en el otro para desviarlo del propio, ni tampoco uso de poder para ocultar sinvergüencerías que no son exclusivas de un partido, institución o entidad en particular. Manzanas podridas encontramos por todas partes.

Los controles internos fallan por doquier a la hora de identificar, frenar y erradicar la corrupción, haciendo de ella un arma de destrucción masiva que erosiona la credibilidad y la confianza de los ciudadanos en el Estado, los gobiernos y su clase política. El resultado es un absoluto desencanto que solo podrá revertirse con el regreso de la responsabilidad del propio deber para que cada dirigente tome la decisión de perfeccionarse.