En la ardua lucha por ser el número uno de las redes sociales, los gigantes tecnológicos confirman que la pelea es peleando. Dentro o fuera de ellas. Mark Zuckerberg, el hombre fuerte de Meta, propietario de Facebook, Instagram y WhatsApp, acaba de lanzar Threads, hilos en inglés, que a juicio de los expertos en estas lides es una copia fiel de la hasta ahora imbatible Twitter, la del pajarito azul, adquirida en octubre del año pasado por el excéntrico empresario Elon Musk con resultados bastante discretos. O, al menos, no los que se esperarían, consecuencia directa de los desconcertantes cambios que le ha introducido desde entonces, como el pago por la verificación de la cuenta y, más recientemente, la imposición de límites al número de publicaciones que se pueden ver.
Pues, de malas, podría responderle el multimillonario a sus críticos: Twitter es mío. Sí, las redes sociales tienen dueño, no son de los usuarios, como muchos ingenuos aún creen. Musk pagó la bicoca de 44 mil millones de dólares por la compañía y eso le ha dado el derecho de cambiar las reglas de juego para conquistar la atención de los internautas y de quienes aún no lo son. Nada es gratuito, inocente ni inocuo en el ecosistema digital en el que nos movemos, en el que no existen garantías de solvencia. Preocupante, porque el meollo del negocio de Twitter está vinculado estrechamente con la libertad de expresión y el derecho a la información, que son baluartes de toda democracia. Quizás, por esas dinámicas inciertas e impopulares de quien llegó a afirmar en su momento, tras cerrar la compra, que el “pájaro estaba liberado”, los pilares fundacionales de la red de los 140 caracteres, 280 en algunos casos, se encuentran tocados. Aparente fragilidad que Meta, directo competidor de Twitter, buscó cómo capitalizar a su favor.
En una jugada que aún está siendo evaluada, Zuckerberg patea el tablero digital con Threads, ofreciendo una experiencia más grata a los usuarios, a partir de lo que se podría catalogar como una versión mejorada de Twitter. Por el momento y, pese a inconvenientes de última hora, la respuesta ha sido impresionante con millones de usuarios seducidos por sus aparentes ventajas: cero restricciones, integración a las otras plataformas del grupo Meta, en especial a Instagram, y textos de hasta 500 caracteres y videos de hasta cinco minutos, capacidad comprobada para organizar y seguir conversaciones, herramientas avanzadas, controles más seguros de menciones y respuestas, y una interfaz personalizada. Posibilidades reales que Twitter estima un plagio.
Sin ser considerado una figura tan estrafalaria o controversial como Elon Musk, el señor Mark Zuckerberg no escapa de los cuestionamientos sobre la transparencia de su modelo de negocio que está lejos de garantizar el derecho fundamental a la privacidad de los usuarios o la custodia de sus datos personales, muchas veces usados sin su consentimiento, quién sabe para qué fines. De hecho, mostrando su lado opaco, el CEO de Meta se ha negado con insistencia a asumir responsabilidades por los contenidos que circulan en las redes, producto del manejo de los algoritmos en sus plataformas digitales. Intenta ahora con Threads, por un lado, enviar un mensaje de transparencia y, por otro, sacudirse de su descomunal fiasco con el metaverso. ¿Se acuerdan? La aventura de un mundo virtual que ha pasado sin pena ni gloria, tanto que en el último año le ha encajado pérdidas por cerca de 14 mil millones de dólares a las boyantes finanzas de su imperio.
Volvemos a lo mismo. ¿Será este magnate de Internet capaz de monetizar su nueva red? Está por verse. Hoy sabemos que las apuestas de las grandes tecnológicas tambalean o fracasan, lo cual amenaza su viabilidad económica. Mejor dicho, los gigantes también lloran. Lo hacen por sus constantes crisis reputacionales y, sobre todo, por la llegada de los nuevos actores a un mercado dinámico, cambiante en materia de gustos o preferencias.
Es lo que ocurre en el ciberespacio: un universo hiperconectado, sin fronteras ni límites, con sus pros y contras, en el que conviene saber que somos vigilados, cuando no instrumentalizados, por quien no vemos.