Colombia es una mixtura de regiones. ¿A quién le cabe duda? Claramente, está lejos de ser un país centralista, pero nada más cierto que nos ha tocado vivir en uno.

Todavía más complejo de entender es que los sucesivos esfuerzos o iniciativas puestos en marcha, a partir del marco normativo de la Constitución de 1991, para fortalecer la autonomía y gestión territorial no solo no han tenido el efecto esperado, sino que han derivado en una perniciosa recentralización que nos ha conducido a un indeseable retroceso que sigue postergando las legítimas aspiraciones de los municipios, departamentos, regiones, también de sus autoridades y habitantes, de consolidar competencias y recursos propios, entre las muchas asignaturas pendientes de este proceso.

Empujados por el espíritu libertario de la Constitución Federalista de 1863, que conmemora 160 años de su promulgación, gobernadores del país reunidos en Rionegro, Antioquia, tras intensos debates sobre la situación de sus regiones, ratificaron la validez de ese gran pacto por la unidad de una Colombia descentralizada, que en su momento limitó el poder central o presidencial, estableció la separación de poderes y otorgó más participación a los ciudadanos. Tantos años después, debido a las regresiones impuestas por el autoritarismo de la clase dirigente es inevitable lamentar que los avances en términos de autonomía política, administrativa y fiscal en nuestras regiones sean tan escasos. Nadie nos los cuenta en el Caribe: ¡lo padecemos a diario!

En el diálogo de sordos que la urgencia de la regionalización ha planteado desde hace décadas, el mensaje político que los mandatarios le envían hoy al Ejecutivo, así como al Legislativo, es contundente: ha llegado la hora de repensar el modelo territorial de Colombia, porque bajo las actuales condiciones no será posible ofrecer verdadero desarrollo social y económico para asegurar el goce efectivo de los derechos de los ciudadanos en los departamentos y, por ende, en las regiones.

Pero que nadie se equivoque. Este no es un salto al vacío hacia una Asamblea Nacional Constituyente en la que se busque, quién sabe con qué propósito calculado, la refundación del Estado, ni se trata de apostar por modelos ajenos a nuestra realidad que, además, han fracasado en otras latitudes. La Carta Magna de 1991 sentó las bases de una nación con autonomía territorial. No hace falta acudir a una aventura temeraria sin garantía de futuro.

Hasta ahora, al Congreso le ha quedado grande la tarea de profundizar, vía leyes de la República, la autonomía tributaria, la planificación territorial, la capacidad decisoria o la descentralización de la justicia en los territorios. Para quienes gozan de las mieles del centralismo, les resulta cómodo promover o defender el rótulo de una Colombia país de regiones, pero no son capaces de dar un solo paso para cambiar la actual fórmula transaccional entre Gobierno nacional y Legislativo que le señala el rumbo a las regiones desconociendo sus potencialidades a fondo.

En definitiva, sus derechos, competencias y recursos se encuentran limitados, pero se les exige pleno desarrollo socioeconómico para satisfacer las necesidades de sus habitantes, en tanto cada cierto tiempo deben asumir nuevas responsabilidades u obligaciones sin que se les concedan otras fuentes de financiación. ¿Dónde queda entonces la justicia tributaria que es también justicia social? En las regiones se demanda más desarrollo productivo y menos asistencialismo, pero mientras se nos imponga una vocación productiva, sin considerar la visión local, seguiremos siendo un país rico en recursos, con la mitad de la población viviendo en condiciones de pobreza.

Jugamos con dados cargados. E incluso, nos acusan de corruptos para tratarnos como incapaces, como si en el nivel central jamás se hubiera configurado un acto de esta naturaleza. Fariseísmo conveniente. Encaramos un debate impostergable sobre el futuro de la autonomía territorial liderado por quienes deben hacerlo: los gobernadores, a quienes se les acusa ahora de una rebelión.

En todo caso, en clave de paz política, porque tras tocar las puertas de dos Gobiernos centrales con ideales antagónicos y recibir la misma respuesta sin efecto, no queda más que declararse en pie de lucha para cambiar el actual modelo ineficaz a través de un diálogo incluyente que fortalezca las institucionalidad de las regiones, soporte de esta Colombia diversa.