La distancia entre el presidente Gustavo Petro y el fiscal General, Francisco Barbosa, se hace cada vez más insondable. Su nuevo desencuentro, el más reciente porque el país hace rato perdió la cuenta de sus esperpénticos enfrentamientos públicos y, sin duda, el de peor animosidad, desencadenó una tormenta de profundo calado políticojurídico, que tensó al máximo la relación entre el jefe de Estado y la Rama Judicial. El oportuno regaño de la Corte Suprema de Justicia que lo acusó de “desconocer la autonomía e independencia judicial, malinterpretar las bases del Estado social de Derecho y de crear incertidumbre, fragmentación e inestabilidad institucional” no dejó dudas sobre la magnitud del agravio recibido de quien menos se espera.

Detrás de este absurdo altercado aparece la exigencia de Petro a Barbosa y a su fiscal Daniel Hernández para que respondan por supuestas omisiones en una investigación por crímenes del Clan del Golfo. Información que está en todo su derecho de solicitar, pero se equivocó en la forma de hacerlo. En vez de acudir a las instancias institucionales previstas para tal fin, con exceso de arrogancia o delirio de relevancia terminó por atribuirse un poder jerárquico que constitucionalmente no tiene, afirmando que como jefe de Estado, era el “jefe” del fiscal, lo cual resultó francamente inaceptable. Su irreflexiva afirmación fue asumida como una peligrosa afrenta contra el principio de separación de poderes, sustento del Estado social de derecho.

No extraña que este penoso episodio, además tramitado vía micrófono y redes sociales, recrudeciera el rechazo de quienes se expresan alarmados por la forma autocrática como el jefe de Estado parece entender el poder. Claro que Barbosa no se quedó atrás: llamó a Petro “dictador” y lo acusó de atentar contra “la autonomía e independencia de la Fiscalía y de la rama". Triste espectáculo que ratificó la ruptura entre dos personajes con posturas ideológicas antagonistas, de eso no cabe duda, pero llamados a guardar mesura en sus actuaciones, según el ordenamiento jurídico y en virtud de la colaboración armónica que rige a los poderes públicos.

Si esta se socava, la legitimidad o estabilidad de nuestra institucionalidad democrática corre riesgo. Así de claro. También es cierto que cuando son los personalismos o los egos los que dominan una conversación, como en esta agria controversia, cuesta construir mínimos de respeto, cordura o sentido común que convoquen al consenso. Aún es más detestable, cuando inquinas no resueltas enardecen ánimos revanchistas a tal punto que la confrontación se antoja ineludible. Con su rectificación en la que reconoce la autonomía e independencia de la Fiscalía General y de las demás ramas del poder público, el presidente Petro no solo acata el llamado de la Corte Suprema de Justicia, sino que da un paso en la dirección correcta. Que sea una lección aprendida, también para el fiscal Barbosa, de quien se espera ahora una respuesta acorde con su dignidad. Enroscarse en actitudes adanistas o arrogantes solo prolongará una situación insostenible que no conviene a una nación ávida de que se tiendan puentes de concertación.

Colombia merece mucho más que la sucesión de crisis que en las últimas semanas ha elevado la crispación de una ciudadanía que anhela ver y escuchar a un presidente dialogante, capaz de solventar sus diferencias por el bien de la nación, gobernando para todos, y avanzando en las transformaciones demandadas por las mayorías. El mandatario y su círculo más cercano deben entender que asumir una posición confrontacional obstaculiza hallar salidas para recomponer los muchos desperfectos que acumulamos desde hace tiempo. Petro no puede hacerlo solo, así gradúe de enemigos a las élites políticas y económicas para dividir el campo de batalla buscando sumar respaldos a sus múltiples desafíos que requerirán acuerdos con sectores democráticos. Al presidente preocupado por no dar la talla, como lo reveló en España, se le amontonan los pendientes: la salida de Roy Barreras del Congreso, pieza clave en el ajedrez de su política, le viene fatal en un momento de definiciones legislativas. Añadir más disputas, que no le suponen ningún beneficio a su ya complejo tinglado, solo lo llevará a recorrer caminos aún más estériles.