Por décadas, los recursos na­turales de Colombia, sus bos­ques, selvas, cuerpos de agua, suelos y en especial, flora y fau­na, han sido las víctimas más invisibiliza­das del conflicto armado. La incalculable degradación ambiental provocada por la deforestación, siembra de cultivos ilí­citos o de artefactos explosivos, ataques deliberados contra oleoductos, como el registrado en las últimas horas contra el Caño Limón-Coveñas, en Arauca, o la minería ilegal, ha impactado de forma inevitable y descomunal a comunidades campesinas y pueblos étnicos de sus te­rritorios. Una irremediable catástrofe humana y ambiental que no ha sido lo suficientemente reconocida por las insti­tuciones del Estado ni mucho menos por los actores armados ilegales.

Bien sea porque la naturaleza no tiene voz propia para denunciar la devastación que le ha causado la voraz mano criminal del hombre o porque, pese a lo evidente, aún no se han realizado mediciones pro­fundas, es realmente difícil determinar los estragos que estas sucesivas accio­nes ilícitas han originado en el equilibrio ecológico de vastas zonas de la Colombia más profunda. Si no se reconoce el daño socioambiental, la alteración de ecosiste­mas o las dificultades para la renovación de los recursos será casi imposible tran­sitar hacia la construcción de formas via­bles de reparación y restauración de las áreas medioambientalmente violentadas.

Ambos son escenarios deseables que requieren consensos, algo que aún no se logra. Entre otras razones, porque el daño sigue produciéndose a diario, incluso en las principales zonas protegidas del país, como sus Parques Nacionales Naturales, donde ejercen control territorial organi­zaciones al margen de la ley volcadas a actividades asociadas a la producción de base de coca, minería ilegal o tala masiva e indiscriminada de árboles. Sin paz am­biental, no habrá paz territorial. Lo demás son buenas intenciones que se estrellan contra la realidad de zonas, por ejemplo, de la Sierra Nevada de Santa Marta, los Montes de María, el sur de Bolívar o del Cesar, donde investigadores ambientales han documentado pérdida de microcli­mas, erosión de suelos y cambios impor­tantes en los ecosistemas, como conse­cuencia de cultivos de marihuana y de palma, deforestación, derrame de crudo y contaminación de fuentes de agua por la presencia de restos humanos en las redes hídricas. Solo por mencionar las más gra­ves afectaciones.

No se trata solo de lamentarse, porque sin duda existen razones de sobra para hacerlo, sino de insistir en que pese a que los impactos de la violencia sobre la natu­raleza denunciados desde hace décadas, las acciones de mitigación, mínimos de justicia ambiental, medidas de reparación y garantías de no repetición demanda­das por comunidades afectadas, siguen sin llegar. Tenía lógica creer que esa de­jadez histórica cambiaría tras la firma del Acuerdo de Paz, cuando se esperaba que muchas de las zonas arrasadas fueran re­sarcidas a través de disposiciones de justi­cia transicional con enfoque ambiental, a cargo de desmovilizados de las Farc. Pues no, eso todavía no ocurre y se acumulan los pendientes en las áreas donde el con­flicto se ha recrudecido.

Con ejemplar coherencia, la Jurisdic­ción Especial para la Paz (JEP) ha recono­cido al territorio como víctima en cuatro fallos por afectaciones en regiones don­de habitan pueblos indígenas y comuni­dades afrodescendientes. Es una mirada imprescindible para tratar de entender el cúmulo de hechos constitutivos de graves violaciones a los derechos huma­nos e infracciones al Derecho Interna­cional Humanitario (DIH) en Colombia que tienen origen en nuestros recursos naturales. En este Día de la Tierra, dedi­quemos un momento a reflexionar sobre nuestra crisis ambiental por efecto del conflicto armado. Aunque la tormenta de la violencia arrecie, como sucede aho­ra, denunciar esta barbarie es lo justo, como también lo es exigir a una sola voz que se deje de usar el ambiente como un arma arrojadiza contra el adversario o una fuente para acrecentar las rentas criminales. Urge restablecer sin dila­ciones una gobernanza de los recursos naturales para asegurar paz y reconci­liación. Estos no son invisibles ni pasan inadvertidos.