El que es caballero repite. El contumaz suele tropezar con la misma piedra. En la reciente cumbre de seguridad, liderada por el ministro del Interior, Alfonso Prada, el alcalde de Malambo, Rumenigge Monsalve, volvió por sus fueros. Insistió en su controversial propuesta de que sea levantada la restricción al porte legal de armas para que los ciudadanos se defiendan por sus propios medios de la escalada criminal en Barranquilla y su área metropolitana, de la que hace parte, por supuesto, su municipio, uno de los más azotados por las execrables pretensiones extorsivas de las mafias delincuenciales. Lo había hecho ya en octubre de 2021, cuando anunció su respaldo a comerciantes que desesperados consideraron esta salida en falso para hacerles frente a las intimidaciones, amenazas e incluso asesinatos de los que eran víctimas.

Situación alarmante que, siendo francos, en poco o nada ha cambiado desde entonces, pese a las diversas estrategias implementadas. En el fondo de la cuestión se identifican muchos fenómenos que siguen sin ser atendidos. Pero, a grandes rasgos, es indispensable advertir que avalar una iniciativa de semejante calado conduciría a permear por completo el monopolio de las armas que en Colombia, por mandato constitucional, se encuentra en manos del Estado, al igual que el principio de exclusividad del uso de la fuerza. Este es un debate, en exceso desgastante, que ilustra la demostrada incapacidad del Gobierno nacional de turno, también de los locales, para ofrecer seguridad a ciudadanos atemorizados e indefensos debido a la falta de garantías de protección para sus vidas, libertades y patrimonio.

Sin tranquilidad ni razones para creer que la violencia en su contra se detendrá, su desconfianza en la dirigencia e instituciones, tanto en la fuerza pública como en el sistema judicial, se hace cada vez más insondable. Demasiados reclamos terminan estrellándose contra la ineptitud o inoperancia de quienes están llamados, en cumplimiento de su deber, a resolver la crisis que afrontan. No extraña que la consecuencia de los vacíos de autoridad, de la ausencia de respuestas eficaces de los organismos de seguridad o de las deficiencias de la justicia sean propuestas populistas, efectistas e irresponsables como esta de armar a la gente. Con desvergüenza, volvemos a caer en la tentación de tratar de probar experiencias que fracasaron rotundamente en el pasado y que, por dolorosas como el paramilitarismo, aún nos pasan una factura impagable.

Antes de lanzar campanas al viento que podrían desencadenar una ola de violencia más desmedida que la que pretenden conjurar, valdría mejor morderse la lengua. La excusa de la legítima defensa es un sofisma que nos ha hecho muchísimo daño, por lo que es justo preguntarse ¿cuál es el costo real de usurpar o liberalizar el monopolio de las armas? Nada distinto que vidas. Ni siquiera es una cuestión económica. Con todos sus yerros, conocidos de sobra, el Estado es el único apto o preparado para controlarlas y ejercer de manera legítima la fuerza de la coerción. Si se da vía libre a que cualquiera lo haga, como reclama el alcalde Monsalve o algunos gremios, la garantía de la seguridad común o del contrato social se quebraría sin más. Si lo individual queda por encima de lo colectivo, empezaríamos a vivir como en el Lejano Oeste.

Las recetas para certificar seguridad ciudadana, así como una sana convivencia, son de todos conocidas. Sin más dilaciones el Estado, encarnado hoy por el gobierno de Gustavo Petro, debe garantizarlas. Ni impunidad ni cinismo. Tampoco más simulacros de soluciones que no superan el penoso estado de las cosas y mucho menos, ofertas desatinadas por lo inviables. Lo dijimos en octubre de 2021 y lo hacemos ahora: poner a la violencia por encima de la razón o del derecho es ética y moralmente inaceptable. Lo demás es una incendiaria mezcla de complacencia y necedad que hace absolutamente insoportables a quienes acarician medidas como estas.