Contrario a lo que se pudiera creer, la inédita imputación de Donald Trump, primer ex presidente de Estados Unidos que enfrenta cargos penales en toda su historia, no lo inhabilita para aspirar a ser nuevamente el inquilino de la Casa Blanca. Esta determinación sin precedentes de un gran jurado de Nueva York por el caso de Stormy Daniels, la actriz porno que en plena campaña de 2016 recibió un pago de 130 mil dólares por guardar silencio sobre una supuesta relación sexual con el magnate, abre una caja de Pandora de proporciones todavía desconocidas que, paradójicamente, podría terminar beneficiando al propio acusado, catapultando su anhelo.

Aunque la imputación del otrora hombre más poderoso del planeta parece enviar un mensaje de justicia igualitaria que pone el acento en que en Estados Unidos nadie se encuentra por encima de la ley, los cargos que apenas se conocerán el próximo martes, cuando sea procesado y comparezca ante el juez de origen colombiano Juan Manuel Merchan, podrían resultar débiles o desproporcionados frente a la devastadora tormenta legal y política que desate la causa abierta. Principalmente, porque entre los partidarios del exmandatario se consolida cada vez más la teoría de que la investigación liderada por el fiscal Alvin Bragg, de orientación demócrata, es una cacería de brujas producto de una justicia totalmente politizada que pretende sacar a Trump de la carrera presidencial a como dé lugar.

Incapaz de aceptar un fracaso electoral, mucho menos uno personal, el expresidente que se define como “la persona más inocente de la historia” o víctima de una “persecución política del más alto nivel” se frota las manos ante su imputación. Poco le importa si ataca una vez más la estabilidad institucional o vuelve a poner a prueba la democracia en un país totalmente dividido, que él mismo con su constante movilización de la extrema derecha vociferante ha instigado a radicalizar. Sabe que victimizándose podrá convertir su entrega a las autoridades en una confirmación de la “deriva antidemocrática de Estados Unidos a manos de la izquierda radical”, como suele llamar a los demócratas, para avanzar en su estrategia de “recuperar la nación”.

Esta batalla política apenas arranca. El presidente Joe Biden guarda silencio, consciente del impredecible escenario abonado por la imputación, de cara a su aspiración a la reelección. En el campo de la justicia, el caso Daniels sería tan solo la punta de lanza del cerco legal que se estrecha sobre Trump que arrastra un sinfín de investigaciones pendientes.

En su extenso dossier aparecen la interferencia electoral en Georgia, el manejo de documentos clasificados, su papel en el alucinante asalto al Capitolio con el que pretendía impedir el traspaso de poder en 2021 y otro pago de 150 mil dólares durante la campaña de 2016 para silenciar a una exmodelo de Playboy con quien habría mantenido relaciones sexuales en 2006, entre muchos otros procesos.

Efectivamente, problemas judiciales no le faltarán en los próximos meses. ¿Qué tanto podrá esquivarlos cuando empiecen a concretarse? Eso está aún por verse. Lo cierto es que se rompió un tabú de dos siglos. O lo que es lo mismo, la justicia cruzó la línea de la invulnerabilidad histórica de los presidentes de Estados Unidos, lo que ha provocado una tensión que Trump, sin duda, capitalizará a su favor sacando a sus partidarios, que no son pocos, a las calles. A fin de cuentas, está en campaña. ¿Qué puede perder si su reputación, para bien o para mal, se alimenta de la soberbia, el cinismo o el descaro que le imposibilitan aceptar las reglas de juego de la democracia? La caja de Pandora está abierta. Solo él sabe, a ciencia cierta, qué es lo que guarda. Mientras, el electorado centrista contiene el aliento. Y, si cabe, buena parte del mundo también.