El desafío de los violentos contra la institucionalidad y, en especial, contra miles de habitantes del Bajo Cauca y Nordeste de Antioquia, y el sur de Córdoba, tras 11 días de bloqueos viales, ha traspasado las líneas rojas de la racionalidad. Vivimos, de nuevo, un momento excepcional por su complejidad. El conflicto social de los pequeños mineros que reclaman al Gobierno nacional la formalización y el reconocimiento de su actividad ancestral ha servido como telón de fondo para que, como todo parecería indicar, la estructura criminal del Clan del Golfo se jacte, una vez más, del férreo dominio territorial y social que ejerce sobre esta vasta zona. Ni más ni menos.

La actual crisis, no solo de seguridad, también humanitaria por las múltiples vulneraciones de derechos de comunidades impactadas, pero sobre todo, atemorizadas por tan inaceptables hechos, recuerda lo sucedido en mayo de 2022. En ese momento, en represalia por la extradición de su máximo capo, alias Otoniel, la organización ilegal llevó a cabo un paro armado que confinó poblaciones enteras, paralizó el comercio, suspendió clases y dejó la atención en salud en mínimos por los oprobiosos ataques contra la misión médica. Buena parte de esos intolerables métodos violentos se replican en el contexto del paro minero, en el que son evidentes las afectaciones a la libre movilidad, el desabastecimiento de alimentos, medicinas y otros insumos fundamentales, así como las dificultades en la prestación de servicios básicos. ¡Injustificable!

Cada nueva acción terrorista, ataque vandálico o atentado contra la ciudadanía o la fuerza pública en territorios bajo amenaza de los criminales pone en entredicho la eficacia de las directrices de seguridad impartidas desde el Ministerio de Defensa, así como la capacidad del Estado para resguardar el orden público. Cuidado. Lo vivido en Antioquia y Córdoba revalida que cualquier forma de violencia es inaceptable, de modo que naturalizarla acarreará costos impagables. Si la situación no se controla y restablecen los derechos y libertades de los afectados, retomar el diálogo con los líderes de la protesta es un sinsentido. Desde luego, a las demandas de los pequeños mineros se les debe dar trámite. Su descontento, como el de muchos otros sectores, escala en el país y exige diálogo social. Pero ahora hace bien el Gobierno, en cabeza del presidente Gustavo Petro, en no ceder ante el chantaje de la ilegalidad que, como en otras ocasiones, instrumentaliza a civiles para que actúen en su nombre, en defensa de sus economías criminales, como el narcotráfico o la minería ilícita. Víctimas y victimarios de una misma realidad.

Sin duda, son horas difíciles. Con heroicidad, Policía y Ejército se esfuerzan en despejar vías, priorizar atención humanitaria y devolver la tranquilidad a las comunidades encerradas durante los últimos días en sus propios municipios. Hasta nueva orden, miles de uniformados deberán permanecer en esa tarea, reforzarla todo lo que sea posible y, como si fuera poco, avanzar en la destrucción de maquinaria amarilla usada para la minería ilegal. Esa que históricamente ha depredado, contaminado y arrasado los recursos naturales de estos territorios. Otra decisión acertada del Gobierno que, eso sí, debe prepararse para la respuesta de las mafias artífices de este lucrativo negocio ilícito a gran escala que no se la van a poner fácil. Es de esperarse que la población, otra vez, quede en la mitad de esta ofensiva que, a la vista de los hechos, debe ejecutarse sin dilaciones. Se trata, como señaló el jefe de Estado, de la “liberación de un pueblo y de un territorio” sometido por una organización criminal. Episodios tan condenables como la quema de ambulancias o el intento de atacar acueductos, de los que el país ha sido testigo, demostrarían la escasa o nula voluntad de paz del Clan del Golfo, según lo expresado por el propio presidente que, de manera perentoria, le advirtió que ni el Gobierno ni el Estado son para engañar. Es, por tanto, fácil de entender que si no dan los pasos necesarios para revertir su demencial accionar violento, costará confiar en su sometimiento a la justicia. Único camino posible si es que en verdad desean abandonar la ilicitud. Aunque, por lo pronto, no lo parece.