Por lo sorpresiva, la suspensión de operaciones de Viva Air ha desatado un caos aéreo sin precedentes, con miles de viajeros varados dentro y fuera de Colombia. Sin embargo, es indispensable precisar que este es el epílogo de una crisis de larga data agudizada en las últimas semanas, con señales alarmantes, pero sobre todo evidentes, como la pérdida de 10 de sus aeronaves y el cierre de rutas. No se entiende bien por qué no fueron tenidas en cuenta ni valoradas en su justa medida por las cabezas del Ministerio de Transporte, la Aerocivil o las superintendencias encargadas de controlar y vigilar las actividades de la aerolínea de bajo costo.
Inexplicablemente, ningún órgano fiscalizador del Estado ni entidad responsable de proteger los derechos de los usuarios previeron, al parecer, la debacle en curso que ha desencadenado, incluso hasta episodios de intolerancia o violencia en los aeropuertos, entre ellos el Ernesto Cortissoz, donde continúa el agobio para centenares de afectados. Efectivamente, toda la responsabilidad de esta situación recae sobre Viva Air, que minutos antes de suspender sus vuelos el pasado lunes seguía vendiendo pasajes como si nada. Son a ellos, a las decenas de miles de damnificados por la cancelación de sus viajes ya pagados o a quienes adquirieron más de un millón de tiquetes para viajar próximamente a los que se les debe responder lo antes posible.
Bajo las actuales circunstancias, este escenario resulta improbable. La compañía creada en 2009, y considerada hasta hace poco como un exitoso modelo de negocio que democratizó la operación aérea en Colombia, afronta una gravísima crisis económica derivada de una suma de variables relacionadas con la devaluación del peso, el alto valor de los combustibles o los efectos de la pandemia. Inamovible en su posición, soportada en unos estados financieros calamitosos, la firma solicitó desde el año pasado su integración empresarial con la omnipresente Avianca, peso pesado del mercado aéreo nacional, que la habría adquirido en una compleja transacción.
A su modo, en un permanente tire y afloje, las dos aerolíneas, por pasiva y por activa, han ejercido presión para su fusión, ratificando lo mucho que está en juego. ¿Puede una sola compañía aérea, tras una eventual integración de Avianca y Viva Air, asumir una posición dominante con casi el 60 % de participación del mercado, dando lugar a un claro retroceso en el sector? Cuidado. No es aceptable que en país de ciegos el tuerto se corone rey. Inicialmente, la Aerocivil en noviembre pasado la rechazó al indicar que generaría una indebida restricción de la competencia, porque el grupo económico resultante alcanzaría el 100 % de la cuota en 16 rutas nacionales. A mediados de enero, confirmó que debían volver a solicitar la integración para reiniciar su estudio.
Sin resoluciones definitivas, y en medio del interés de otras empresas para adquirirla, Viva metió más presión, elevando el tono de sus mensajes a la Aerocivil para que avalara la integración, hasta que rompió la cuerda. Ahora en el peor de los mundos, el Gobierno estudia intervenir el mercado aéreo para exigir a aerolíneas que operen en un intento de proteger a usuarios y asegurar condiciones de equilibrio y eficiencia en un sector alterado por cancelaciones, retrasos y una larga lista de complicaciones que tratan de ser gestionadas por las superintendencias que ahora sí encaran este monumental desbarajuste. También los entes de control le ponen la lupa. Dar respuesta a semejante pandemónium no será fácil ni rápido. Mintransporte dio un ultimátum de tres días a Viva para que resuelva. Habrá que ver si cumple. Con tantos frentes abiertos, lo prioritario debe ser solventar las necesidades de los pasajeros, cada uno con un drama propio, sin olvidar a los 1.200 trabajadores de la aerolínea, hoy en el limbo. Con franqueza, se hace necesario señalar que sin voluntad de Viva este trance se prolongará quién sabe por cuánto. Que sea una lección aprendida para quienes subestimaron que esta se acercaba a un punto sin retorno.