Pocas cosas nos hacen más felices a los barranquilleros que gozarnos a pleno sol una Batalla de Flores. Las de antes, sentados en el bordillo; las de ahora, acomodados en palcos o lo más parecido a ellos sobre la Vía 40, quienes pueden permitírselo, o apretujados entre la multitud en los espacios que apenas quedan en las salidas de las calles que desembocan en la tumultuosa avenida paralela al río Magdalena, siempre a reventar en una de esas gloriosas tardes que coronan el arranque oficial de los cuatro días de Carnaval. También están aquellos que la siguen a través de las señales de televisión o transmisiones de plataformas digitales. Usualmente son expatriados por distintos motivos que no lograron cómo volver a casa justo a tiempo.
Preñados de nostalgias carnavaleras, frustrados a más no poder, pero sobre todo con el corazón arrugado tienen que conformarse con acompañar el paso de las carrozas desde lo lejos. En ocasiones, a miles de kilómetros de distancia, con muchos grados de diferencia a la baja, y si hay suerte luciendo una máscara de marimonda, una pollera, un sombrero vueltiao o hasta enmaceinados. Este año, para más añoranza de las melancólicas almas curramberas, el Carnaval conmemora tres fechas históricas. De esas que los versados en hechos del pasado catalogan como hitos. La primera, relacionada directamente con la Batalla de Flores que es toda una pelaíta: celebra sus primeros 120 años.
La segunda, no menos significativa por su enorme relevancia para nuestra fiesta grande: sus dos décadas como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, según declaratoria de la Unesco. Merecidísimo reconocimiento que debemos atesorar como lo que es, un premio invaluable a la riqueza de las expresiones folclóricas, dancísticas y musicales en las que sustentamos el acervo cultural, la memoria e identidad de tantos pueblos que durante siglos han hecho vida a lo largo del Río Grande de La Magdalena, entre ellos el nuestro. Somos producto de un sincretismo cultural que se retroalimenta a diario. Siempre será un acto de justicia tener presente que esta declaratoria es el resultado del descomunal trabajo de muchos seres virtuosos que han dedicado su existencia a enaltecer el Carnaval.
Desde los hacedores hasta los artesanos, pasando por los integrantes de grupos folclóricos, de los disfraces colectivos e individuales, músicos, bailarines, diseñadores, artistas y ese extraordinario ejército de sonrisas, brazos y piernas que se esmera, casi hasta desfallecer, para que esta movilización social sin precedentes en Colombia acentúe su vigor año tras año. Héroes de una causa común que estamos en la obligación de preservar como el legado más significativo de nuestra esencia barranquillera.
Si no salvaguardamos la tradición ni protegemos la ancestralidad que configura su origen, esta obra maestra se marchitará irremediablemente. En 2013, Barranquilla se convirtió en la primera ciudad de Colombia en ser reconocida como la Capital Americana de la Cultura por el Bureau Internacional de Capitales Culturales en Francia. Este, el tercer hito del que ahora conmemoramos una década, se recibió como un homenaje más a las manifestaciones y costumbres artísticas de La Arenosa, derivadas de su Carnaval. Como hemos destacado en EL HERALDO, que también celebra en 2023 sus 90 años, el número 3, por coincidencia o azares del destino, parece marcar el devenir de esta fiesta, lo cual es casi místico.
Que también lo sea, entonces, disfrutar con fervorosa fe de la incomparable Batalla de Flores, un momento para hacer un alto en el escarpado camino de esta nación, tan maravillosa como lacerada por sus muchas disputas fratricidas. Que esta batalla en Barranquilla sea la única presente en nuestras vidas, al menos hoy, cuando esperamos que se lancen tantas flores en la Vía 40, hasta que nos sintamos absolutamente recargados del entusiasmo esperanzador e ilusionante que inspiró hace 120 años al general Heriberto Arturo Vengoechea. Gracias ‘General Carajo’ por dejarse poseer de la fuerza y la sabiduría que le dieron existencia a este goce.