Si existe una cuestión que en estos momentos demanda absoluta unidad en Barranquilla, en su área metropolitana y resto del departamento, además de la defensa cerrada de una Triple A que sea nuestra, es la seguridad. A todos nos conmociona la presencia de una criminalidad desbordada que intimida, roba, extorsiona y mata con frialdad, como si sus víctimas no sintieran dolor ni angustia, no tuvieran familia o negocios por los cuales luchar cada día.

En consecuencia, el consejo nacional de seguridad encabezado por el presidente Gustavo Petro, en el que participó el alcalde Jaime Pumarejo y otros cuatro mandatarios, así como la mesa de trabajo que este lideró con representantes de gremios comerciales de la ciudad son, en sí mismas, acciones indispensables para articular estrategias entre sectores que permitan, por un lado, ejercer una legítima defensa contra las tramas de la delincuencia y el crimen organizado.

Y, por otro, fortalecer iniciativas de prevención y disuasión. No se trata de nada distinto a crear sinergias para balancear el binomio seguridad-libertad, piezas claves de nuestro Estado de derecho.

Partiendo de la premisa innegociable de que las sociedades libres se amparan con la norma, pero también con la fuerza, la hoja de ruta establecida en el encuentro en la Casa de Nariño entre el Ejecutivo y los alcaldes genera desafíos considerables. Uno de ellos será lograr equilibrio entre el espíritu de la reforma a la justicia con el incremento de los delitos de alto impacto en las ciudades, entre ellas Barranquilla.

Si bien la iniciativa legislativa presentada a consideración del Congreso apuesta por humanizar las penas, eliminar delitos, reducir el riesgo de incidencia, modificar tiempos para que los reclusos accedan a beneficios como prisión domiciliaria y libertad condicional, todo con el propósito de disminuir el hacinamiento carcelario, mientras se evalúa un nuevo modelo de justicia restaurativa y reparadora, la realidad de las calles exigirá revisar con lupa decisiones judiciales clave para no incurrir en confusiones que luego podrían pasar facturas dolorosas.

Descongestionar la justicia es esencial si se quiere mejorar los preocupantes índices de inseguridad en el país. La reforma también apunta a impactar la absurda impunidad que nos devora. Parece lógico que si los jueces tienen menos procesos que resolver por la despenalización de conductas podrían enfocarse en asuntos de más calado.

Aunque para llegar al escenario ideal en el que las cárceles dejen de ser universidades del crimen, como hasta ahora ha ocurrido, habría que sanear primero al Inpec, en el que son recurrentes las delictivas connivencias entre guardianes e internos, a cambio de prebendas económicas. ¿Eso cómo se va a solucionar?

De acuerdo, resocializar de manera efectiva se convierte en todo un reto. Posible, sin duda. ¿En todos los casos? Está por verse. Como expresó el alcalde Pumarejo a EL HERALDO, al igual que los delegados de los gremios, para que esta posibilidad no sea un breve ensueño convendría entender que la perfectibilidad humana es solo un mito y quienes cometen un delito usando un arma de fuego deben ser considerados sujetos de alta peligrosidad. Si el propósito es castigar lo que realmente le hace daño a la sociedad, como ha señalado el ministro de Justicia, Néstor Osuna, ¿alguien que roba o extorsiona con una pistola y, además, reincide, será o no enviado a su casa con detención domiciliaria?

Implementar campañas de desarme ofertando dinero, construir casas de justicia y más URI o aumentar el pie de fuerza –siempre escaso-, medidas también acordadas entre el Gobierno nacional y los locales, no están en discusión. Son determinaciones necesarias que añaden valor al esfuerzo colectivo para encarar el crimen.

El punto de quiebre está en crear herramientas jurídicas entre los niveles central y local más expeditas y efectivas para impartir justicia rápida y oportuna, evitando endeudar el futuro dejando en las calles a quienes no deben estar en ellas haciendo daño. Ahora y siempre, sin seguridad no hay libertad.