Con el paso de las horas la devastación en Turquía y Siria, sacudidas este lunes por dos terremotos de gran magnitud y potencia, es cada vez más descomunal. Basta observar las desgarradoras imágenes de destrucción captadas en las distintas zonas del desastre para inferir en cuestión de segundos que la palabra que mejor describe la situación es caos. También dolor, sin duda. Tanto el físico como el sicológico o el emocional que afrontan las decenas de miles de supervivientes en diez provincias turcas y zonas sirias arrasadas.
En estas últimas las tragedias se les amontonan irremediablemente tras casi 12 años de padecer las penurias de una espantosa guerra civil. Aunque bueno, como suele suceder en los peores desastres, y este sí que lo es, la vida se abre paso en medio del horror de la muerte, devolviendo algo de esperanza a aquellos que ahora saben qué se siente cuando el mundo, literalmente, se derrumba sobre o bajo sus cabezas. Da igual, considerando la inabarcable dimensión de esta catástrofe humanitaria que apenas se inicia para las víctimas en ambos países.
Bajo toneladas de escombros miles de seres humanos estarían a la espera de ser rescatados aún con vida. Estimación, quizás más motivada por el deseo que por la razón, formulada por un ejército de héroes anónimos, entre voluntarios e integrantes de grupos de rescate locales, que desde que las edificaciones comenzaron a derrumbarse como si fueran de galleta griega no han dejado de exponer ni por un solo segundo sus propias existencias para salvar las de otros, escarbando incluso con sus propias manos entre las ruinas.
Solidaridad sin medida que ha fructificado en miles de milagros y sumando. Entre ellos, el de un bebé recién nacido al que encontraron al lado del cuerpo inerte de su madre; el de Nour, de tres años, a la que su padre le hablaba mientras los rescatistas abrían una ruta para sacarla ilesa o el de los dos hermanitos que suplicaban ser salvados. Historias de supervivencia que emocionan hasta las lágrimas, en especial cuando se trata de menores de edad, muchos de los cuales son los únicos vestigios de familias completas que fueron borradas de la faz de la Tierra.
Como maná del cielo se recibe a los equipos de salvamento procedentes de más de medio centenar de países que han respondido al llamado del presidente turco, Recep Tayip Erdogan, que reconoce, como no podría ser de otra manera, que se encuentran superados por semejante cataclismo. Cada minuto vale una vida. Lo saben de sobra esos expertos en coronar lo imposible, que con sus inseparables compañeros caninos, además de drones y satélites de última generación, encaran una misión titánica contra el reloj y, en este caso en particular, contra las hostiles condiciones invernales. Sin tregua, día y noche, identifican los sonidos ultradébiles del latido del corazón o la respiración de quienes continúan atrapados entre los amasijos de concreto y acero de las edificaciones desplomadas. Todo rescate es una fiesta que se celebra con júbilo.
Si en los cascos urbanos el drama es incalculable, cómo no detenerse a pensar en lo que ocurre en las áreas rurales de Turquía y, en especial, las del noreste de Siria, el último bastión opositor al régimen de Bachar Al Assad. Pese a los esfuerzos humanitarios de los equipos de búsqueda, no está resultando fácil ni rápido acceder a territorios montañosos e inhóspitos donde carreteras e infraestructura crucial ya no existen. No es de extrañar que las cifras de víctimas mortales o heridos sigan aumentando sin parar acercándose a la brutal cifra anticipada por la OMS de 20 mil muertos. Toda ayuda resulta escasa o insuficiente. Tanto ahora, en la respuesta inicial y luego, cuando la prioridad sea asistir, quién sabe por cuánto tiempo, a los damnificados, buena parte de ellos con gravísimas secuelas.
Las tragedias arriban sin periodicidad fija. Estar preparados no siempre es posible. Pero, en lo que sí podemos ser infalibles es en expresar, de alguna manera, nuestra solidaridad frente a lo inexorable. Aunque estemos tan lejos, busquemos cómo sumar.