Son considerables los impactos en términos cuantitativos y cualitativos del programa Todos al Parque, que acaba de ser galardonado en Nueva York por la organización no gubernamental World Resources Institute (WRI) como el proyecto de transformación urbana más sostenible e innovador del mundo. Pero si se quiere destacar al más importante de ellos es imprescindible reconocer su determinante aporte a la democratización de la vida urbana de los barranquilleros.

Sin caer en una exageración retórica, y atendiendo más bien a una realidad cotidiana fácilmente constatable, incluso por el más desprevenido de los espectadores, es probable señalar que deben ser contados con los dedos de una mano quienes no han pisado nunca uno de estos espacios construidos, mejorados o recuperados durante la última década en La Arenosa.

De lo que sí es posible dar fe, sin temor a equivocarse, es que no saben lo que se están perdiendo. La vida misma palpita, a cualquier hora, en el corazón de estos entrañables sitios donde se forja nuestra identidad ciudadana de una manera fascinante: entre avalanchas de risas, emotivos juegos, infatigables actividades recreativas, furtivos romances, complicidades deportivas o combativas movilizaciones populares. Para gustos colores. Los parques son también nuestro hogar.

Actualmente existen 268. Buena parte de ellos se encuentra a menos de 10 minutos caminando de los sitios de residencia del 93 % de los habitantes de la ciudad. Es un privilegio, no siempre bien apreciado por aquellos que insisten en buscarle la quinta pata al gato.

Por supuesto que esta iniciativa distrital, en permanente cocreación o evolución, es mejorable en muchos aspectos relacionados con seguridad, iluminación o el estado de plazoletas, canchas deportivas, juegos infantiles, zonas verdes y los llamados gimnasios biosaludables.

En ocasiones, sin embargo, su estado de deterioro obedece al mal uso que se hace de ellos o al vandalismo de unos cuantos irresponsables que con sus inaceptables actitudes echan a perder la armonía y la convivencia que le ha costado años desarrollar a comunidades de barrios o sectores. Frente a estos pocos desadaptados, no cabe la indiferencia ni el temor.

Que nos quede claro: los parques, así como su sostenimiento, los pagamos todos con nuestros impuestos, de modo que nos corresponde cuidarlos. Si no valoramos ni protegemos lo que nos pertenece, ¿quién lo va a hacer?

Cada persona que se sienta acogida por esta urbe procera e inmortal tiene una oportunidad de oro para convertirse en uno de sus defensores. La dimensión del espacio público como articulador del tejido social nos ofrece la oportunidad de ser mejores personas. Por un lado, facilita construir sentido de pertenencia hacia lo público y, por otro, fortalece sentimientos de tolerancia y respeto con quienes tienen el mismo derecho que cada uno de nosotros a disfrutarlo.

En últimas, nos sitúa a todos, sin excepción, como iguales. Si esto no es justicia social, qué más podría serlo. Este el verdadero alcance del galardón que Barranquilla ha obtenido. No solo es una cuestión de transformación urbana, valiosa en sí misma, el premio también rinde tributo a su impacto social, sobre todo entre los más vulnerables, o a sus beneficios ambientales.

Es innegable que hemos crecido como sociedad. También lo es que queda trabajo para alcanzar más madurez y conciencia urbana. Pese a que muchos intenten atribuirse su paternidad, los parques no tienen dueño. Son de todos.

Desde luego que el programa encontró en las administraciones de Alejandro Char, Elsa Noguera y Jaime Pumarejo a sus más entusiastas promotores. Pero, tan admirable ejercicio de apropiación colectiva de un bien común debe estar despojado de cualquier color político e interés electoral.

Sintámonos orgullosos de nuestros parques, donde interactuamos y nos reconocemos libres, siendo protagonistas de una expresión ciudadana, tan legítima como espontánea, con vida propia que bajo ningún motivo tiene reversa.