La repudiable masacre en el barrio El Santuario vuelve a poner en evidencia la fuerte crisis de seguridad que padece Barranquilla. Cuatro muertos, seis heridos y decenas de aterrorizados testigos, asistentes todos a un estadero de ocio que estaba a reventar la noche del domingo, es el saldo de esta temeraria acción criminal.
Planeada quién sabe por cuántos, pero perpetrada puntualmente por dos sicarios que moviéndose con rapidez por distintos flancos del local descargaron sus armas en objetivos previamente determinados. Uno de ellos recibió, al menos, seis impactos de bala.
Como ocurrió en el ataque en Las Flores, de septiembre de 2022, en el que fueron asesinadas seis personas, la conmoción causada por este golpe mortal exige absoluta firmeza de las autoridades, celeridad de los investigadores y contundencia de la justicia para dar respuesta lo antes posible a los desafíos de una criminalidad decidida a cruzar todas las líneas rojas de lo que se considera racional. Así lo demuestra a diario.
Es lo que reclaman, por un lado, cuatro familias devastadas por la inesperada pérdida de sus seres queridos, y, por otro, el grueso de la comunidad barranquillera que acumula largo tiempo demandando un viraje decidido y, ante todo, efectivo en las estrategias de seguridad o en las políticas públicas para detener las exacerbadas violencias en la ciudad y su área metropolitana.
Basta con repasar las conversaciones presenciales o digitales de ciudadanos de distintas edades y condiciones socioeconómicas para entender que no se trata de simples percepciones, sino de angustiantes realidades que se levantan como obstáculos infranqueables cuando se procura llevar una existencia tranquila.
Son cada vez más frecuentes las manifestaciones de preocupación, inconformidad, miedo y hastío de quienes se ven obligados a convivir con una retahíla de intolerables hechos delincuenciales atribuidos a miembros de nuestra extensa fauna local de organizaciones criminales que, de acuerdo con sus jerarquías, asumen funciones de control de los siempre rentables negocios ilícitos del narcotráfico y la extorsión.
Si a su insaciable voracidad criminal que los conduce a aniquilarse entre ellos engendrando un sinnúmero de retaliaciones incontenibles para el Distrito e integrantes de la Fuerza Pública, le sumamos las fragilidades de un sistema de justicia con insuficientes recursos para impartirla o que al final toma decisiones ambiguas ordenando, por ejemplo, detenciones extramurales a delincuentes peligrosos, no es de extrañar que la confianza en las instituciones se erosione cada día más.
Ante factores tan alarmantes que ponen a tambalear la estabilidad del Estado de derecho, se echa en falta el liderazgo del Gobierno nacional, llamado a través de sus ministros del Interior, Defensa y Justicia a articular acciones de mayor alcance para hacer frente a una crisis mucho más compleja que la escalofriante masacre de El Santuario.
Enero de 2023 terminará, al menos, con 73 crímenes en Atlántico: 33 de ellos en Barranquilla y otros 29 en Soledad. Un año atrás, este mismo mes cerraba con 52 homicidios: 19 en la ciudad y 15 en el municipio vecino.
Si estas muertes, buena parte de ellas cometidas por sicarios al servicio del crimen organizado, no son razones suficientes para que nuestras fuerzas políticas y sociales, casi siempre ausentes en estas situaciones, levanten su voz de alarma contra la delincuencia, mientras rodean a una ciudadanía a merced de la ilegalidad, no sé qué podría ser más importante.
El diagnóstico es bastante serio. De eso no cabe duda. Seamos claros: las iniciativas locales no logran despejar un panorama complejo e incierto en el que no se ve margen de mejora. Se requieren respuestas coordinadas, alianzas o compromisos de un calado más profundo entre los gobiernos de Petro y Pumarejo.
Solos no podemos, lo sabemos hace rato. Los que parece que no se enteran o no les interesa es a los inquilinos de la Casa de Nariño que nos estarían “dejando morir”.