En Davos, Suiza, en uno de los escenarios más relevantes de la economía global, el gobierno del presidente Gustavo Petro ratificó que no firmará nuevos contratos de exploración de gas y petróleo ni entregará más concesiones para minería de carbón a cielo abierto. Quien tomó la vocería de esta decisión fue la ministra de Minas y Energía, Irene Vélez, asumiendo de antemano la polémica que el anuncio desataría. No se equivocó. Sus palabras han causado preocupación, desconcierto y hasta sorpresa en el sector de hidrocarburos, como en ocasiones anteriores; pero a diferencia de ellas, hasta ahora no ha sido rectificada por su colega de gabinete, el ministro de Hacienda. Por el contrario, el propio jefe de Estado no solo respaldó su mensaje, convocando a la comunidad internacional a acelerar la “descarbonización del capitalismo”, sino que también se mostró convencido de que el turismo y la generación de energías limpias podría, “en el corto plazo, en una transición, llenar los vacíos que dejaría la economía fósil”, en Colombia.

A simple vista, por la contundencia de estos mensajes y el nivel de la tribuna en la que se formularon, parecería ser que la diversificación de la matriz energética en tiempo récord, y aquí está la clave de todo, no tiene vuelta atrás. Nadie discute que la crisis climática es la emergencia número uno de un planeta sin plan B que año tras año se precipita hacia un punto de no retorno. Dar el salto a las inagotables energías renovables es indispensable. La cuestión radica en cómo alcanzar una transición justa y responsable sin que exista una gradualidad razonable que, a juicio de los expertos, demandaría al menos 20 o más años. Apresurarse puede ser un error mayúsculo.

Es innegable que en los últimos años el país ha dado pasos significativos para elevar su capacidad de generación de energías renovables no convencionales. También lo es, que no son suficientes para descarbonizar la economía en el corto plazo. Sería insensato oponerse a un proceso de transición verde, pero tratar de imponerlo sin una adecuada planeación ni soportes técnicos o estudios que indiquen cómo sustituir los ingresos fiscales, dividendos y regalías procedentes de la industria de los hidrocarburos, que costean la agenda social, es una amenaza a la estabilidad de las finanzas de la Nación, así como a su autosuficiencia y soberanía energética. Decir adiós al petróleo y al gas en los términos que el Gobierno estima, cerrando la posibilidad de explorar y producir estos energéticos imprescindibles para avanzar en la transición o diversificación de la matriz energética, se puede convertir en un salto al vacío. Debería revaluarse con cabeza fría.

Existe el consenso general de que para dar un giro viable, en términos económicos, a las energías limpias, movilidad eléctrica o biocombustibles se requerirán esfuerzos graduales de compañías energéticas, petroleras o financiadores, en especial extranjeros, para que redestinen sus inversiones y adapten sus modelos de negocio hacia la sostenibilidad en las próximas décadas. Improvisar no es una opción. Al margen de los contratos vigentes, muchos de los cuales están suspendidos por distintas razones sin que exista certeza de que puedan reactivarse, si hoy se renuncia a firmar nuevos contratos para extraer las actuales reservas probadas de crudo, se enviará una señal desalentadora a quienes desean seguir apostando por Colombia como un destino de inversión. Generar otras economías a escala local demandará condiciones, políticas, recursos y un tiempo razonable para consolidarlas, a tal punto que logren aportar los ingresos del sector de hidrocarburos. ¿Estamos realmente preparados para abordar una transición energética, fiscal y productiva? Si no es así, podríamos quedarnos sin el pan y sin el queso. O lo que es lo mismo, sin los recursos de esta industria para la inversión social y para financiar la puesta en marcha de las energías limpias.