Si la venganza es un plato que se sirve frío, sobre todo cuando se origina por un desengaño amoroso de dimensión descomunal, ¿con qué autoridad moral o superioridad intelectual advenedizos inquisidores del siglo XXI osan decirle a una mujer hecha y derecha que ha padecido la ofensa de la traición, quién sabe por cuánto tiempo, cómo tiene que gestionar correctamente sus emociones o qué debe hacer para superar su sufrimiento en privado sin llevarse por delante a quienes no tuvieron compasión ni piedad con ella? Tanto su impertinencia como arrogancia son directamente proporcionales a su falta de empatía o comprensión para reconocer e identificarse con quien ha sido capaz de sublevarse contra el dolor, la mentira y la humillación.

Da lo mismo que sea Shakira, una artista de reconocimiento mundial, o la anónima hija de una vecina. Quienes se arrogan el derecho de fungir como miembros de una policía de las buenas costumbres o las formas elegantes para espetarles a las mujeres entusadas cómo manifestar su tristeza o enojo de acuerdo con las normas convencionales se equivocan. Deberían enterarse de una vez por todas que hace rato quedaron atrás los tiempos del fariseísmo en los que los trapos sucios se lavaban en casa. Al que le caiga el guante que se lo achante como mejor pueda. Ni mojigatería barata ni sumisión frente al machismo de una sociedad que cancela a las mujeres.

Bastaron horas para que el poderoso manifiesto feminista de la barranquillera, materializado en una canción sin nombre propio, pero identificada como BZRP Music Session #53, se alzara como un fenómeno social sin precedentes que superó en sí mismo su dimensión musical. Frase tras frase, cada una más mordaz que la anterior, el tema demuestra cómo Shakira, a través de lo que mejor sabe hacer: la creación artística, ha encajado con admirable resiliencia, aunque también con rabia, tristeza y frustración –¿qué mujer en su caso no las sentiría?– la traición de su ser más amado y en el que confiaba plenamente: el exfutbolista Gerard Piqué, compañero de los últimos 12 años de su vida y padre de sus 2 hijos. Sí, el novato al que le quedó grande tenerla a su lado.

Juzgarla, como algunos hicieron tras escuchar la canción apelando a discursos grandilocuentes en los que se le acusa de cosificarse a ella misma y a la nueva pareja de su exmarido, Clara Chía –la de nombre de persona buena–, por compararse con relojes y carros o por supuestamente excederse en epítetos ofensivos en su contra, resulta un irrelevante asunto de doble moral. Aunque están en todo su derecho de hacerlo, parece ser que los fiscalizadores de la artista nunca han sentido en carne propia el salvaje desconsuelo del desamor ni han experimentado la necesidad de expresarlo con poética crueldad. Bien por ellos. Mientras pontifican, desconociendo el poder sanador, absolutamente catártico, de cantarles en la cara unas cuántas verdades a quienes te han destrozado la vida, Shakira factura y de qué manera. No solo canta, literalmente, su despecho sin contención alguna, sino que se muestra fuerte, casi heroica, relamiéndose las heridas en lo profundo de su duelo para reivindicar cómo las mujeres humilladas son también capaces de levantarse, así sea cargando el peso de su propio cadáver.

La proclama autobiográfica de Shakira incomoda. Es lo que hacen los artistas y ella lo es. Que no se olvide. Piqué dañó a la loba que ahora aúlla en su contra. Esta diva implacable rompe esquemas sobre los convenientes silencios alrededor de las rupturas de parejas famosas y pudientes, alecciona a otras mujeres sobre cómo empoderarse tras ser despreciadas y exhibe públicamente con extraordinaria dignidad su corazón roto en mil pedazos. Nada más épico que vengarse con talentosa furia tras amar sin límites y ser traicionado. Fin de la historia. Para qué las sutilezas cuando sobran razones para liberarse del opresor corsé de la lastimera mujer despechada. Shakira señaló un camino que difícilmente muchas de sus seguidoras desandarán.