En un funeral adaptado por su condición de pontífice no reinante, se cumplió la despedida de Benedicto XVI. Su dimisión voluntaria del ministerio petrino en 2013, la primera en los últimos siete siglos tras reconocer con humildad que le faltaban fuerzas para seguir adelante, lo convirtió en una figura de dimensión histórica.

También será recordado por sus profundas contradicciones, las mismas que enfrentan a las facciones más progresistas y conservadoras de la Curia.

Joseph Ratzinger, el joven teólogo entusiasta del aperturismo de la doctrina católica durante el Concilio Vaticano II, que sostenía en esa época que “la fe debía salir de su armadura y enfrentarse al presente con un nuevo lenguaje”, no pudo materializar su aspiración de reformar el interior de la Iglesia para depurarla, cuando finalmente escaló al sitial más alto de toda la jerarquía eclesiástica.

Ciertamente, el anhelo de enmienda que inspiró el inicio de su pontificado en 2005 se fue diluyendo con los años hasta rematar en un fracaso con el que debió lidiar hasta sus últimas horas en la Sede de Pedro y, desde luego, hasta el final de su vida el 31 de diciembre.

Para unos, Ratzinger fue más teólogo que papa. Una figura controvertida de grandeza intelectual que admitió la “suciedad” de la Iglesia, emprendió una cruzada para sanearla de inmundicias como los repudiables abusos sexuales de los curas pederastas encubiertos durante décadas, los vergonzosos casos de corrupción en su interior, entre ellos el del propio Banco del Vaticano, acusado de blanqueo de dinero y de otros negocios ilícitos, o las luchas intestinas de poder que derivaron en el famoso ‘Vatileaks’, una impresionante filtración de documentos secretos de la Santa Sede. Uno de los cuales revelaba, incluso, un plan para asesinarlo.

A fuerza de durísimos golpes como este y de muchas inagotables controversias, Benedicto XVI empezó a ser visto como “un pastor rodeado de lobos”, tal y como alguna vez lo llamó el diario L’Osservatore Romano.

Para otros, el cardenal alemán que durante 23 años (1982-2005) ejerció como el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ganándose curiosos apelativos como el “rottweiler de Dios”, fue una fi gura implacable en su férrea defensa de la pureza del catolicismo. Sobre todo, porque pasó de ser un abanderado de la transigencia o innovación religiosa, en la época de Juan XXIII, a reinventarse como un conservador a ultranza, encargado de liderar la contrarreforma del Concilio Vaticano II.

Aún hoy, muchos sectores le reprochan la condena al silencio impuesta contra el sacerdote brasileño Leonardo Boff, uno de los artífices de la Teología de la Liberación.

Investido como el sucesor de Pedro, Benedicto XVI trató de rectificar situaciones de las que se avergonzaba profundamente, pero el tiempo se le echó encima. No solo porque se encontraba sin aliento ni respaldo, más que agotado por el peso de sus años, también porque en el interior de la propia Iglesia muchos de los jerarcas se alzaron abiertamente como sus peores y más peligrosos enemigos, convirtiéndose en insalvables obstáculos que dieron al traste con sus intenciones.

Exhausto e incapaz de continuar, tiró la toalla. Paradójicamente, el representante de Dios en la Tierra fue víctima de la asimétrica relación de poder existente en el interior del Vaticano que le concedía a él mismo un escaso margen de actuación.

Quienes fueron testigos de su calvario, dejaron en manos de Francisco la puesta en marcha de las reformas que el guardián de la fe no pudo concretar. Han pasado casi 10 años. Sin la sombra de su antecesor, con más libertad y, pese a mantenerse en la mira de las corrientes más tradicionales que amenazan con un cisma, Jorge Mario Bergoglio, el papa escogido desde los confines del mundo, podría dar un paso adicional y definitivo para imprimirle un toque de modernidad a la Iglesia.