Se conmemora hoy el Día Internacional de las Personas con Discapacidad, una jornada en la que nos cae como anillo al dedo la memorable frase del científico Albert Einstein: “¡Triste época es la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Pese a que en el mundo 1.300 millones de personas experimentan algún tipo de discapacidad y 200 millones de ellas presentan una condición severa o una situación de dependencia importante, seguimos aferrados a estigmas sociales, estereotipos perversos o intolerables actitudes discriminatorias que nos impiden, aunque las tengamos al lado en nuestras familias o lugares de trabajo, reconocer ese inestimable valor que cada una de ellas trae consigo, con sus particularidades y matices. No son pobrecitos, ni retrasados, ni minusválidos. Son seres humanos extraordinarios, que aun cuando no tengan la misma igualdad de condiciones que el resto, sí tienen mucho que aportar a su entorno.

Negarles su inclusión a una vida digna, social y productiva o al acceso a mejoras tecnológicas e insumos de asistencia, como gafas, audífonos, implantes cocleares o sillas de rueda, requeridos para facilitar su comunicación, procesos de aprendizaje y desplazamientos no solo constituye una vulneración de sus derechos fundamentales. También pone a prueba nuestra catadura moral, la de la sociedad en general y, en especial, la de las autoridades, líderes políticos y gobiernos que están obligados a hacer más para reducir las odiosas brechas que condenan a las personas con discapacidad a reiterativas exclusiones, en algunos casos desde el mismo momento en que nacen. Sin educación ni opciones de formación queda claro que no podrán ser productivas ni alcanzar su potencial, porque lo tienen de sobra al igual que enormes talentos.

Desterrar clichés o lugares comunes sobre la discapacidad allanará el camino para construir un mundo más accesible y equitativo en todo sentido, también en relación con las barreras arquitectónicas y físicas. Pero sobre todo, facilitará que se den los pasos correctos para que más entidades del sector público, privado o la academia ofrezcan oportunidades reales a personas con discapacidad sensorial, física, intelectual o con enfermedades mentales. ¿Qué hace falta para que esto ocurra y entendamos de una vez por todas que se trata de individuos que se enamoran, se divierten, votan en las elecciones, tienen un trabajo o buscan uno, exigen derechos, cumplen deberes e intentan llevar vidas tan o más normales que las nuestras? Si no lo comprendemos así sería pertinente que nos hiciéramos revisar cuanto antes, no vaya a ser que nos llevemos una sorpresa sobre nuestras propias capacidades, al menos las empáticas.

Lamentablemente, los sesgos terminan convertidos en asuntos cotidianos, tan banales como peligrosos, al punto de que quienes incurren en ellos ni lo notan y, aún peor, si alguien se los hace ver lo niegan y punto. En Colombia, se estima que más de 2,5 millones de personas presentan alguna discapacidad, cerca de 50 mil de ellas se encuentran en Atlántico. Si bien no somos uno de los departamentos con más población con discapacidades, sí aparecemos liderando con el resto de la región Caribe el vergonzoso ranking de la doble exclusión, según la Fundación Saldarriaga Concha e Inclusión SAS. Queda trabajo por hacer. No es aceptable que las personas con discapacidad se alimenten peor, vivan en condiciones insalubres, tengan menor acceso a empleo, educación y servicios de salud o ganen menos dinero. Revertir estos agravantes solo será posible si garantizamos su inclusión. Buena parte de su realidad responde a prejuicios que nos empeñamos en reproducir sin ponernos, ni por un segundo, en su piel. Ningún avance social será realmente significativo, mientras no seamos capaces de construir espacios prósperos, respetuosos, justos y solidarios para ellos. Cambiemos su historia, está en nuestras manos.