La realidad de las violencias machistas contra niñas y mujeres en Colombia es insoportable. A diario constatamos horrorizados cómo aumentan las denuncias o los casos de feminicidios, agresiones físicas, violaciones u otros espantosos delitos que incluyen un componente de género. Unas tras otras se encadenan situaciones cada vez más atroces por la vulnerabilidad de sus indefensas víctimas, atacadas casi siempre por personas cercanas o conocidas, usualmente en el interior de sus propios hogares, en el de familiares o en el transporte público.
Atlántico y el resto de la región Caribe no se libran de la insufrible vulneración de derechos de niñas y mujeres jóvenes que, según los registros oficiales, son las principales afectadas por esta lacra social. Solo en Barranquilla, entre enero y octubre, la Policía reportó 419 delitos sexuales y 68 detenciones. Demasiados hechos hablan por sí solos sobre la gravedad de esta barbarie. ¿Por qué seguimos sin ponerla en su real dimensión ni darle la relevancia que amerita?
Si alguien necesita tomar conciencia sobre lo que sucede a su alrededor, basta que repase el catálogo de infamias recientemente reveladas por las autoridades: abusos sexuales contra una menor de 14 años a manos de su propio tío en el barrio Evaristo Sourdis de Barranquilla; vejámenes de un sujeto a otra menor de 12 años mientras la transportaba; violaciones recurrentes a las que sometían desde hacía años a una niña de 12 su padre, un tío y un amigo de estos en un municipio del Atlántico, o el brutal ultraje sexual de un individuo a una pequeña de 3 años en Codazzi, Cesar.
Todos estos episodios –apenas la punta visible del gran iceberg que representa tan descomunal problema– son claros indicadores de un horror encarnizado, principalmente con niñas y adolescentes que en muchos casos han soportado, o tendrán que hacerlo, distintas formas de violencia a lo largo de sus vidas. En el fondo, la cuestión es la misma. Se trata de un machismo irracional reproducido por los hombres de su entorno a través de los únicos esquemas que han conocido: desigualdad, discriminación e irrespeto por el rol de la mujer, a la que estiman claramente inferior. Es allí donde está el origen de la violencia de género. Ni más ni menos.
A pesar de la invisibilidad que las convenciones sociales, el temor a un escándalo o la misma hipocresía, complicidad e indiferencia que su ambiente familiar impone a las víctimas, nadie debería ser insensible a un dolor que las marcará con demoledoras secuelas para siempre. Más allá de la normatividad jurídica, celeridad en las investigaciones o sentencias ajustadas a derecho para los depredadores sexuales, elementos esenciales en la titánica lucha por la verdad y la justicia exigida por las víctimas, no habrá avances reales ni efectivos si no se produce una movilización social que repudie, sin matices, comportamientos o actitudes dañinas contra la dignidad de las mujeres.
Sin educación en equidad de género no será posible acabar de raíz con la violencia patriarcal que humilla, abusa o asesina niñas y mujeres. No podemos vivir con angustia por salir a la calle ni con miedo por revelar que padecemos acoso o ultrajes, vergonzosamente naturalizados en los ámbitos familiar y laboral. El negacionismo machista, en especial el institucional, ha hecho mucho daño, al igual que las fallidas rutas de atención en entidades incapaces de hacer lo necesario o de intervenir cuando hace falta. Y luego, con cinismo se preguntan por qué las mujeres no denuncian ni confían en las instituciones que deben protegerlas. Será porque no las escuchan.
Al final, las víctimas cansadas se resignan. El riesgo es que acaben muertas. ¡Cuánta vergüenza e impotencia provoca el silencio social alrededor de las violencias de género! Abrumadoras líneas rojas que no nos cansamos de cruzar.