El caos vehicular que se ha adueñado de los principales corredores viales de Barranquilla y su área metropolitana consume a diario la poca paciencia que aún conservan los ciudadanos. Quienes salen a la calle, principalmente en horas pico, se someten a una implacable prueba de resistencia física y mental por cuenta de las alteraciones y efectos negativos en la salud y estado anímico que producen los trancones. ¡Nuestra nueva realidad!
Con sobrados motivos, los actores viales se quejan de esta anárquica situación. Todos la padecen, pero especialmente los conductores y pasajeros de vehículos particulares y de transporte público son los que mejor pueden atestiguar cómo han aumentado los tiempos de espera de los desplazamientos. Inevitable consecuencia de malas condiciones de las vías, falta de señalización, expansión urbana y, sobre todo, de los numerosos frentes de obra en sectores estratégicos de la ciudad.
En últimas nos encontramos en medio de una gran paradoja. Intervenir las vías para que dejen de ser unas trochas vergonzosas es una necesidad evidente. Eso no se cuestiona. Lo intolerable es que las obras se prolonguen de manera indefinida sin que autoridad alguna controle la laxitud de los contratistas. Pésima señal de la institucionalidad. La parálisis de la movilidad se ha vuelto casi que crónica en tramos de la Vía 40, la calle 30, la Cordialidad o la Circunvalar, en las que se ejecutan proyectos que han envejecido bastante mal.
Transitar en inmediaciones de centros educativos, durante el ingreso y salida de los estudiantes, también es una pesadilla que increíblemente no encuentra solución. Es verdad que cada cierto tiempo las autoridades habilitan nuevas medidas para tratar de regular este pandemónium vehicular, pero los usuarios viales no estiman que sean útiles. Por lo menos, no lo suficiente para mejorar la congestión, reducción de velocidad o contaminación ambiental, derivadas todas de la actual crisis de movilidad.
Este problema que causa impotencia, estrés y ansiedad entre los ciudadanos de a pie trasciende a ámbitos más corporativos, si cabe indicarlo así. El trancón, al igual que las dificultades para acceder a sistemas de transporte público eficientes, resta competitividad y productividad a la ciudad por su impacto económico. ¿Sabemos cuántas horas o días al año pierden los trabajadores y estudiantes atrapados en un atasco y cuál es su impacto negativo en el PIB local? Seguramente nos sorprendería conocer esas cifras porque el trancón cuesta y mucho.
Queda claro que no solo menoscaba la calidad de vida de la gente, sino que también reduce sus ingresos. Harían bien los encargados de diseñar y gestionar las políticas de movilidad del área metropolitana de Barranquilla en observar con detenimiento lo que ocurre a su alrededor.
Como sucede en otras urbes del mundo, el crecimiento poblacional y la dinámica económica han disparado el número de vehículos en la ciudad, donde hoy circulan más de 550 mil, según el más reciente balance del Runt. Ni construyendo decenas de autopistas cada año, aunque sí es prioritario que aceleren las actuales obras y vigilen el cumplimiento de las entregas en los plazos acordados, se resolverá el trancón. La solución no son los carros particulares, aunque todos quieran tener uno, sino los sistemas de transporte masivo, las opciones de movilidad sostenible y la planificación urbana. Si no se invierte en ellos, así como en cultura o pedagogía vial para que los que se creen más vivos que los demás dejen de irrespetar las filas en los trancones, por ejemplo, difícilmente superaremos la mala hora del tráfico que nos está intoxicando a todos.