Demasiadas veces los hechos de violencia criminal terminan volviéndose paisaje. Hasta que ocurren salvajadas como la ‘plomofiesta’ de Punta Roca, en Puerto Colombia, los cuatro asesinatos del pasado fin de semana en los otrora apacibles territorios de la banda oriental o la escandalosa llamada extorsiva al concejal de Barranquilla José Trocha en plena sesión del cabildo distrital, mientras testigos escuchaban atónitos la retahíla de los maleantes.

Gravísimos episodios que indudablemente deben dirigir el foco de las autoridades, también de la ciudadanía, hacia las diversas estructuras del crimen organizado enquistadas hace tiempo en el Atlántico: desde el Clan del Golfo hasta los Costeños, pasando por los Rastrojos Costeños y por otras de escala más reducida, pero de impacto no menos letal.

Su presencia es innegable, como también lo es la expansión de su accionar delictivo reflejado en un incesante aumento de homicidios, lesiones personales y extorsiones, en la capital del departamento, su área metropolitana e incluso en puntos de Sabanagrande, Juan de Acosta o Santo Tomás.

Municipios en los que la Gobernación reconoce pugnas, consideradas hasta ahora inéditas, entre pandillas o bandas locales por el control del tráfico de drogas que han puesto, de repente, en jaque la seguridad de sus habitantes.

Es la iconografía de una dilatada violencia en el Atlántico, sustentada y, sobre todo, reconfigurada, así muchos no lo quieran admitir con claridad ni contundencia, en el perverso cimiento del siempre rentable negocio del narcotráfico, que si no se frena podría intoxicar hasta el último rincón del departamento, al punto de que nunca más vuelva a ser como antes.

Con absoluta franqueza es imprescindible preguntarnos, aunque la respuesta cause repelús, si se está perdiendo la guerra contra el crimen y la violencia en el Atlántico, con todo lo que ello representa: el desgarro del tejido social, la ralentización del crecimiento económico y como si fuera poco, el deterioro de la institucionalidad.

Casi sin darnos cuenta hemos acabado por naturalizar homicidios, masacres, amenazas, extorsiones, así como detestables delitos sexuales y repudiables episodios de violencia intrafamiliar. Todo lo anterior forma parte de una misma situación de crisis que haría bien reconocer que atravesamos, como primer e indispensable paso para entender cuál debe ser el siguiente. La cultura de lo fácil e ilegal, como si se tratara de una infame y cruel sombra, se alarga de manera creciente sobre comunidades en extremo vulnerables de Barranquilla y los municipios, coaptando o reclutando a sus niños y jóvenes para facilitar el aterrizaje de las organizaciones armadas.

Al final, el mandato del crimen siempre será el mismo: copar espacios para asumir los roles propios de un Estado incapaz de prevenir, gestionar y sancionar a quienes cometen los delitos. Por eso, no es de extrañar que estas estructuras criminales hoy presten seguridad, brinden soluciones sociales, impartan justicia o instrumentalicen el descontento popular de la gente.

Lo que pasa en Barranquilla o en sus municipios no es distinto a lo que ocurre en Ecuador, donde las mafias controlan la criminalidad desde las cárceles. O a lo que se vive en Paraguay y Argentina, cuyos mercados financieros afrontan distorsiones por el lavado de activos de actores vinculados al narcotráfico. Por no hablar de El Salvador, donde sin opciones para construir proyectos de vida posible, los jóvenes caen fácilmente en las garras de las pandillas.

Es el momento de encontrar alternativas territoriales, en coordinación con el Gobierno nacional, para recuperar la legitimidad del Estado en el Atlántico. O por lo menos para restablecer la seguridad, paz social y convivencia ciudadana alteradas por completo por la insaciable voracidad de los distintos eslabones del crimen organizado, que sin limitación alguna, actuando de frente, amplían su control social y el de las economías ilícitas en el departamento. Ni el populismo punitivo, un mayor uso de la fuerza u otras clásicas recetas resolverán por sí solas la proliferación de las nuevas formas de crimen poscovid o posconfinamiento.

Entendamos que una coyuntura tan compleja requiere una visión transformadora, innovadora si cabe, para erradicar las diversas formas de violencia, desde la armada hasta la estructural, antes de que las grandes mafias transnacionales con sus operadores locales terminen por apoderarse de la franja costera, la oriental y lo que se encuentren por delante. No nos equivoquemos más.